La Profecía

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—¡Eda! ¡Eda!

Al escuchar que le llamaban, la nodriza soltó al niño y de inmediato inclinó su cabeza y puso sus manos sobre sus piernas en señal de respeto.

—Majestad...

La reina se acercó a ella y observó al niño de pie frente a ella. Estaba recién bañado, peinado y vestido de hermosas y elegantes ropas. Se inclinó a él y le besó en la frente.

—¡Espléndido! Sencillamente encantador. ¿Preparado para este día, Alexander?

El niño no respondió. Inclinó la cabeza y extendió su mano hacía su madre. Ella la tomó y salió del aposento con el príncipe rumbo al gran salón.

Aquel día era sumamente importante para la monarquía. El magno evento había atraído al palacio a toda la nobleza del reino, a los ricos y poderosos de la nación y por supuesto que el linaje real estaba allí ansioso ya que este día vislumbraría el futuro de todo un vasto legado de reyes.

Todo aquel que ingresaba al fastuoso salón debía pasar por una especie de protocolo, saludando según su orden de importancia aquellos nobles y funcionarios de la corte hasta llegar al trono de su majestad el rey Georgei III, un monarca temido por su intempestivo carácter y crueldad. Pero los años habían caído sobre él, no le perdonó ni su sangre, ni su corona y ahora se apegaba más a su fama que a lo que verdaderamente era capaz de hacer. En ese sitial de honor también estaba ella, la reina Helena, una de las mujeres más hermosas de ese tiempo, que aun a pesar de su entrada madurez seguía conservando su enigmática belleza. Y  sentando a mano derecha de su padre y balanceando sus piernas con gran tedio, estaba el pequeño príncipe Alexander, el cual era el centro de atención de todo ese evento.

—Alexander, compórtate. —La reina puso su mano sobre la rodilla del inquieto príncipe.

—¿Falta mucho? Esto es muy aburrido.

—Sólo un poco. Siéntate derecho y deja las piernas tranquilas. —Le dijo su madre en un tono de voz suave, pero con firmeza.

El niño se acomodó lo mejor que puso en aquel trono. Pero era menudo de tamaño aun para su edad y se le hacía incomodó tener los pies colgando. La gente se inclinaba ante él y le saludaban con mucha solemnidad; después de todo sería el próximo rey, esto si los designios del Altísimo le sonreían.

El príncipe observaba con desdén todo ese evento. En sus hermosos ojos azules no había ninguna emoción; bostezó con mucha pereza y minutos después volvía a balancear sus piernas golpeando los talones de sus botas contra el trono.

—¡Alexander! ¿Qué te dije? ¡No colmes mi paciencia! —dijo su madre entredientes.

Para un niño de tan sólo diez años la palabra "paciencia" era de un significado totalmente desconocido.

Entretanto, su tío Jankin, hermano menor del rey Georgei, llegaba al palacio y se encontraba con un importante miembro de la nobleza.

—¿Ya no cumples con las formalidades, Jankin?

—Tengo asuntos más urgentes que atender, Vasiliv. Además me parece que este acto no es más que una patraña más de la reina intentando hacernos creer que el Altísimo honrará con la corona a ese bastardo.

—Hoy no has puesto freno a tu lengua, ¿no es así? ¿Alguna noticia que hoy esté haciendo de ti un hombre más sincero?

—Quizás... Lo cierto es que no importa si ella manipuló de alguna forma al Oráculo, la corona nunca llegará posarse sobre la cabeza de su hijo. ¡Eso te lo puedo jurar con mi vida!

"El Príncipe Bastardo"Onde histórias criam vida. Descubra agora