Capítulo 10

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Agosto 2000 — Jared               

Levanté la bola de pelo hacia el techo y la estudié con curiosidad. Forcejó entre mis dedos y empezó a quejarse, sacando una especie de ladrido agudo. Me reí y lo dejé en la cama. Saltó enseguida y empezó a husmear por el cuarto.

—Si te acercas a mis zapatos, dejamos de ser amigos —avisé al perrito, sin perderlo de vista.

Tenía a Fosco desde unos días, aún le faltaba educación y entrenamiento. Todavía estábamos trabajando en confiar el uno en el otro, y Fosco estaba receloso en admitir que tenía un nuevo hogar. Olía suspicaz cada trozo de pienso y por lo que había visto, se mosqueaba con bastante facilidad. Características que apuntaban que podríamos llegar a ser amigos de por vida; se parecía mucho a mí.

No sabía por qué había acogido a un perro callejero. Lo había visto sucio, con el pelo enredado y con la mirada hambrienta detrás del restaurante, husmeando la zona de los contenedores de basura y no me lo había pensado dos veces. A mi madre casi le había dado un ataque, pero no pudo protestar; tenía la edad necesaria para cuidar solo a un cachorro de menos de tres kilos.

Después de llevarlo al veterinario y darle un buen baño, resultó que la criatura era muy guapa y un manipulador nato. Era algo en su mirada; nadie aguantaba contemplar los dos botones de color negro vivaz más de tres segundos, sin sentir el deseo de abrazarlo. Debería estudiar el fenómeno más a fondo y aprender algo, podría servirme algún día.

Lo vi luchando con el cordón de mis deportivos preferidos y me apresuré a detenerlo.

—Pensaba que nos habíamos entendido, pero veo que tienes la cabeza dura. A mí no me provoques —le amenacé con el dedo índice. Se sentó de culo y empezó a batir la cola hacia los dos lados y a ponerme ojitos—. Y deja de hacer eso que no va a funcionar.

Que mentira más descarada, ya lo tenía en mis brazos.

                                                                   

—Vamos a comprar comida, aún tienes que ganar peso. —Y yo empiezo a hablar como mi abuela, cosa que debería preocuparme, pensé sin dejar de sonreír.

Cogí las llaves del coche y lo senté en el asiento del copiloto, haciéndolo prometerme que iba a comportarse. De lo que había visto le encantaba sacar la cabeza por la ventana e intentar pillar aire con la lengua.

Con un ojo en la carretera y el otro supervisando a Fosco, por poco no me perdí el par de piernas que conocía y la única alma que veía en la calle. El calor abrumante de julio forzaba a todo el mundo a buscar lugares con sombra y líquidos fríos. ¿Entonces que hacía Íria en pleno día en una carretera vacía? No dude más de tres segundos antes de detenerme.

Desafortunadamente, el cachorro consideró que se había comportado bien demasiado tiempo y saltó en cuanto abrí la puerta.

—Fosco, ¡ven aquí! —grité,  acompañando la orden con un silbido largo.

Había cogido un sendero hacia el campo, pero lo tenía perdido de vista. Repetí el pedido, a sabiendas que no iba a escucharme.

—Quizá no le guste el nombre —comentó Íria a unos pasos de mí. Me quité las gafas de sol y la miré contrariado—. ¡Vamos! ¿Fosco? Claro que corre, pobre perrito. Será la risa de todos los perros del pueblo.

¿Qué tenía de malo Fosco? Me parecía que iba perfectamente con su carácter y estaba bastante orgulloso de la elección del nombre.

—Hmm… y tú sabes mucho de perros, ¿verdad?                                 

Sencillamente perfecto (SIN EDITAR) - TERMINADAWhere stories live. Discover now