kapitel zweiundzwanzig. (22)

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022.

Después de nuestra conversación, le pedí a Nikol que no me regresara a casa. Yo tomaría un taxi y me iría por mi propia cuenta.

No podía continuar otro minuto más con ella. La mujer no me caía mal, pero tampoco era mi persona favorita en el mundo.

Ella estaba actuando como la patrocinadora oficial de Milen, intentando meterme hasta por las orejas la idea de que él era un buen hombre. Quería justificarlo y para mí ya no era suficiente.

A Milen apenas lo estaba conociendo, y cuando por fin creí que podíamos llegar a algo, ocurrió lo del embarazo y las cosas a partir de ahí fueron en picada. Hubo momentos buenos, sí, pero eran más los malos. Quedaban latentes, se mantenían en mi memoria y eso me impedía creer en todo lo que Nikol me decía.

Quizás sí está, o estaba, enamorado de mí, pero nunca supo demostrármelo. Tal vez tenía miedo, tal vez no está acostumbrado a las muestras de afecto. Esos pensamientos rodaban por mi mente en todo el trayecto desde la cafetería hasta mi casa. Hice más tiempo gracias al tráfico de la ciudad.

Fuera como fuera, dijeran lo que dijeran, ¿en dónde estaba Milen? Conmigo no, y eso era lo único que me importaba. Por muy enamorado que estuviera, o que dijera estarlo, no estaba cuando yo lo necesitaba.

Mi pastor alemán me recibió al llegar a casa. Movió la cola mucho tiempo, olfateó mi vientre —como siempre lo hacía— y caminó a mi lado mientras me dirigía a la habitación de huéspedes, en donde sabía que mi madre estaría leyendo algún libro o tejiendo.

—Hola —saludé y le di un beso en la mejilla. Me senté a un lado de ella en la cama y Kiwi recargó la cabeza en mis piernas, cerrando los ojos al mismo tiempo que yo le hacía cariñitos entre las orejas—. ¿Cómo estás? Creí que saldrías esta noche.

A mi madre le gustaban los tours que daban por la ciudad. Me sorprendió que la mujer incluso tomara un recorrido de los mejores pubs en San Francisco. No conocía a alguien más conservadora que ella, pero verla salir y hacer otras cosas me hacía feliz.

—Hoy no, hija, me siento algo cansada. Yo estoy bien, ¿cómo te sientes?

—Tengo un dolor terrible de espalda, pero es normal.

—¿Antojos? ¿Náuseas? ¿Mareos?

Reí para mí.

—Antojo de crepas. Sin náuseas ni mareos. Creo que lo peor ya pasó.

—No. Lo peor vendrá en unos meses cuando tengas que dar a luz.

No me preocupaba el momento del alumbramiento, pues todavía lo veía muy lejano.

Me estaba preparando tanto física como mentalmente. Cuando tenía ratos libres y ganas de levantarme de la cama, hacía un poco de yoga y le daba una repasada a los libros de embarazo que Volker me había regalado.

Habían pasado días sin pensar en él.

Mi madre y yo conversamos un rato más hasta que vi su cara de cansancio y me despedí de ella para que pudiera dormir. Aún era temprano, casi las nueve de la noche, pero debía procurar mantenerla de buen humor. Las cosas, para mi suerte, habían salido muy bien en las últimas semanas.

—Por cierto, cariño —dijo mi madre cuando estuve a punto de salir de su habitación—, llegó un paquete para ti cuando saliste. Firmé la recepción pero no vi el nombre del remitente.

—Oh... Gracias. ¿En dónde está?

—Lo dejé sobre tu cama.

Le agradecí con una sonrisa. Nuevamente me despedí y, apresurando un poco el paso, me adentré en mi recámara para ver lo que había recibido.

Lo que harías por nosotros ©Where stories live. Discover now