Capitulo 4

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— ¿Ves esta tetera? —Preguntó melisa y me la mostró moviéndola de un lado a otro desde su asiento en la isla en la cocina—. Perteneció a un miembro de la resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial. La compramos Rafael y yo en una encantadora tiendecita de París.

Desde mi tambaleante e inseguro taburete, eché un vistazo. En realidad, aquella tetera se la había regalado yo en su cincuenta cumpleaños y era de Sears. Pero no tuve valor para corregirla.

—Preciosa —asentí.

— ¿Verdad que sí? Me encantan las cosas que tienen una historia detrás.

Acarició la tetera. Cada una de las reliquias de la casa de melisa tenía una historia, aunque casi siempre la historia no era real. En la familia solíamos bromear diciendo que melisa lo recordaba todo, hubiera ocurrido o no.

—Gracias por dejarme practicar en tu cocina —dije.

Había vuelto con los niños a Bell Harbor y estaba trabajando en la despensa de Melisa. Si lograba organizar aquel episodio de Hoarders, podría afrontar cualquier cosa.

Estaba dándole vueltas a la idea de dar el paso y profesionalizarme. Había investigado un poco en Internet y había descubierto que existía la Asociación Nacional de Expertos en Organización Profesional. Estaba claro que eran lo suficientemente organizados como para tener una asociación nacional. Incluso ofrecían cursos de formación. Habían convocado uno para dentro de dos semanas cerca de Bell Harbor. Melisa consideraba que era una señal del cielo. Yo no estaba tan seguro. De cualquier modo, aquello me había servido de excusa para deshacerme de trastos acumulados por melisa durante treinta años.

Hasta el momento había encontrado once frascos de jalea casera con un color inclasificable; patatas que prácticamente habían echado raíces en las tablas de las estanterías; una variedad de semillas de lino cultivadas, molidas y prensadas; una bolsa de arroz integral de trece kilos; y una caja de galletas saladas que precisarían una prueba de carbono 14 para determinar sus años.

Todo ello almacenado apretadamente entre pintura de dedos seca, piñas relucientes, comida para tarántulas, una pandereta con la firma de Elton John, una cabeza de juguete de Obama, tres marionetas y una gran variedad de piezas de juegos de mesa.

— ¿Por qué hay plumas de pavo real aquí arriba? —pregunté, y traté de llegar hasta ellas en lo alto de la estantería.

— ¡Cuidado con eso! —melisa saltó de la silla y las alcanzó—. Me las regaló Isaac El día de la Madre. Me pregunto de dónde las sacaría. — Las contempló con arrobo medio segundo y después las clavó en una maceta.

— ¿Y todas estas piezas de ajedrez? —le pregunté cuando di con otro peón.

—Ah, son para que no se me olvide que no sé jugar.

—Claro.

Levanté la tapa de una caja de zapatos.

—Fotos —afirmé.

— ¿En serio? Déjame verlas.

Se las tendí. Melisa se remangó las enormes mangas de su jersey de los Red Wings y empezó a husmear en la caja.

—Mira, aquí hay una de Rafael montado en un elefante en la India. ¿O fue en el zoo?

El polvo me hizo estornudar. Eché un vistazo a la foto. Estaba claro que no la habían hecho en el zoo de Bell Harbor.

—Creo que en la India —dije.

—A ese viaje no fui —explicó melisa—. Isaac era solo un bebé. Aquí hay una de Scott con cresta. Menos mal que no le duró demasiado esa manía. Oh, madre mía, mira, aquí hay una con tu madre. ¿Cuándo fue eso? — Melisa se dio unos golpes en la cabeza con la foto como para refrescarse la memoria—. Creo que es del día en que nuestro papi me acompañó a sacarme el carnet de conducir. —Volvió a mirar la foto—. ¡Oh, sí! ¿Ves cómo enseño mi carnet? Eso fue justo antes de que chocara el Ford contra la pared del garaje.

Mi Segunda Primera Vez ||Sterek UA||Where stories live. Discover now