Capítulo 1

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Luego de haber reflexionado un rato, me vi en un jardín lleno de muchas flores hermosas que emanaban dulces manjares al olfato, con mariposas de colores volando en sus cercanías y un cielo azul pincelado por nubes tenues y el rayo del sol.

Caminé por ese lugar que tenía un césped verde con pequeñas enredaderas y florecillas azulinas. Miré hacia los lados y vi una cuadrilla de conejos esponjosos y blancos como la nieve. Me tumbé en el suelo y los más juguetones de esos animales se encaramaron en mi pecho. Yo sin camisa, podía sentir la suavidad de sus pelajes rozar mi pecho y mi abdomen, y un cosquilleo agradable que me hacía sentir placentero.

Después cuando los animalillos se cansaron de trepar en mi pecho, me levanté y continué mi travesía, mirando a lo lejos un arcoíris sobre unas colinas distantes, que refulgían en un verdor más agudo de lo habitual y hacían imaginar la inmensidad del sitio. Varios minutos de transeúnte me llevaron a un bello pozo que sonaba como la más hermosa sinfonía clásica o las canciones relajantes de las disciplinas asiáticas. Me miré en las cristalinas aguas que reflejaban las hojas de los árboles y el cielo, inhalé profundamente un aire puro y fresco que me llenó de vigor.

Cerca había un muro hecho sólo de piedras y un banco blanco con alguna que otro enredadera. En las proximidades se encontraba una planta de uvas, con las más deliciosas y redondas frutas que había visto en mi vida. Sabía qué tan ricas eran porque sentada en el banco, había una hermosa mujer, vestida de rosa, con los pies descalzos, cabello liso y castaño, y unos ojos verdes en los bordes, amarillentos y café cerca de la pupila.

Realmente era una dama muy hermosa, sus cabellos rozaban su espalda baja, y sus uñas estaban pintadas de un negro metalizado que deleitaba. Era impresionante observar sus labios, el superior delgado, el inferior carnoso, pintados de un suave color rosa que brillaba por las escarchas.

Era delgada, de un metro setenta centímetros, menos alta que yo, y aunque su cuerpo no lo delineaba unas curvas despampanantes, sus senos lucían esféricos y jóvenes, porque quizás la fémina tendría veintidós o veintitrés años de edad.

Me acerqué a ella un poco pasmado por tan graciosa belleza, lelo quizás, y observé a escasos metros cómo comía un racimo de uvas europeas bien jugosas que sostenía entre su bella mano izquierda, mientras las arrancaba una a una con su mano diestra.

Las sujetaba con una tenuidad abismal, como si estuviese tratando con un niño recién nacido. Las semillas las sacaba de su boca, colocando sus dedos pegados a sus labios, y luego mostrando su premio y lanzándolo con tal feminidad, que hubiese podido ganar un premio de belleza sólo por la actitud de arrojar las pepitas.

Es claro que pensé hablarle, pero me pregunté si sería prudente interrumpir su faena. Después de unos minutos de pie frente a ella, me di media vuelta y continúe mi camino.

Quisiera aclarar que nunca había visto a esa muchacha, pero deleitaba mis sentidos como la rosa roja florecida o el mirabel en un paseo primaveral.

Luego de algunos minutos andando por un camino que me llevó a un bosque de pinos altos y húmedos con cortezas rústicas y oscurecidas, decidí dar la vuelta y retornar al lugar donde se encontraba la hermosa dama, pues creía ya había transcurrido el tiempo suficiente para haberse terminado las uvitas que embellecía entre sus labios, y era el momento propicio para iniciar una conversación.

Al llegar allí, la mujer seguía sentada, sin pronunciar ninguna palabra, pero leyendo unas cartas con concentración budista. Vacilé un poco al acercármele, pero esta vez, no desperdiciaría mis energías, y aunque no entablase una conversación con ella, me disponía a sentarme en el mismo banco, en el cual había suficiente espacio para no entorpecer su aura, y así descansar.

Era probable que cuando culminase de leer, se levantase y se fuera, o quizás podría tener mi plática ansiada con la dama.

Al terminar de leer las cartas me di cuenta que eran cuatro y el papel se parecía mucho al que había usado para escribir mis reflexiones sobre el movimiento, la luz y los insectos.

Inquieto por saber si se trataba de las cartas que había escrito, me llevé las manos a mis bolsillos para cerciorarme de que seguían allí. Para mi sorpresa no lo estaban, sentí una sensación de susto subir desde mí estómago hasta mi esternón, hasta que la hermosa dama rompió el hielo y me dijo:

· Dama: Estas cartas cayeron desde tus bolsillos cuando inseguro te alejaste de mí, mientras comía mis uvas.

· Yo: ¡Oh sí, mis cartas! Esa es la razón por la que retorné en mis pasos, no las encontraba e intuí que se me habían caído.

· Dama: Pues sí, se te han caído. Hubiese ido tras de ti a entregártelas, pero nunca vi realmente cómo eres ni cuáles caminos tomaste. Por ello decidí leerlas para saber si había en ellas alguna información importante que me llevase hasta ti.

· Yo: Muchas gracias. Sin embargo, aunque son cartas no tienen ningún remitente, porque son reflexiones que realicé mientras estuve sentado en una enorme roca blanca, vecina a una cascada, donde trabajan un sin números de hormigas y bachacos, y donde decidí realizar una meditación y una pequeña siesta.

· Dama: Entiendo. Pues allí tienes tus reflexiones, te las entrego. Ahora si me disculpas, debo irme porque tengo asuntos importantes que atender.

La mujer colocó con su suavidad característica las cartas sobre mi regazo, mientras mi corazón se aceleraba por tal acto. Se levantó, dijo hasta luego y se fue.

La vi caminar, como una modelo de pasarela, pero con su vestido rosa y sus pies descalzos, alejándose por el mismo sendero del cual yo venía, ese que lleva al bosque de frescos pinos, donde los animalitos escalan con rapidez por los troncos, y el ramaje se mece en ocasiones al son del viento un tanto tempestuoso, y en otras con las notas calmas del céfiro risueño que edifica ánimos soñolientos a los transeúntes.

Me quedé paralizado unos minutos, arrobado o hechizado, entumecido por la energía que desprendía la dama en sus frases. Tanta cordura, paz, como si dentro de ella misma no hubiese ninguna pena o dolor, como si estuviese consolada con la vida y viviera pacífica cada instante.

Me levanté del banco y seguí hacia el bosque, porque probablemente allí volvería a encontrar a la bella dama y podríamos tener una conversación frugal.

Al andar me di cuenta que nunca le pregunté el nombre, y para mí, que le doy mucha importancia a la cortesía, fue una desatención imperdonable. No presentármele ¡Oh Dios nunca haberle dado las gracias por cuidar de mis reflexiones!

Apresuré mi paso con la intención de alcanzar a la dama y darle mi más profunda gratificación. Pero no importaba si volteaba a todos los lados, si corría o trotara. No conseguía a la muchacha.

Me desesperé, debo admitirlo, pues en ese lugar que naturalmente era como los Campos Elíseos o el paraíso cristiano, no había nadie más que ella y yo. O por lo menos, hasta entonces no había visto a otra persona.

Puede que mi concentración durante la escritura de mis reflexiones haya sido pesada y haya dejado escapar algún humano que se cruzó por la roca donde me postraba, o mi meditación fue tan profunda que nunca percibí lo que sucedía a mi alrededor, pero lo cierto es que no había avistado a otro humano fuera de la bella dama y yo mismo.

Sea como fuese, ella era la única persona a la que había visto, y con peor pesadez sobre mi placidez, no sabía cómo yo había llegado allí. Si pensaba qué me encontraba haciendo antes de meditar y reflexionar, no lo podía hallar, mi mente no me respondía las preguntas más esenciales de mi presente ¿Dónde estaba y cómo llegué allí?


Camino de uno mismoWhere stories live. Discover now