Capítulo 11

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Al descubrir la cara, vi esos ojos tricolores entristecidos con mesura, como si hubiesen aguantado las lágrimas que a granel gritaban desde el fondo de su corazón por ser liberadas. El semblante más pálido de lo normal, con unas ojeras y el cabello algo desaliñado, hacían de la presencia de mi Alina taciturna y entristecida. Sacó el juego de llaves de su bolsillo, e introduciéndolo con paciencia, abrió mi celda y la de mi acompañante. Me dio un beso en la mejilla, suave como la espuma del baño de un infante, y me despidió con una lágrima que se escapó de su ojo izquierdo.

Ascendí junto a la dama de la celda vecina, a quien mi amada también liberó de las cadenas de la opresión, por un pasadizo mohoso, oscuro y fétido, por el cual se podían escuchar los quejidos de las ratas y el goteo del agua. Al llegar arriba, salimos por una cascada que daba con el bosque, donde se encontraba mi antiguo corcel amarrado junto a un árbol añejo de abeto. El caballo se estremeció un poco por mi presencia, lo relajé con caricias y susurros y lo monté, para posteriormente escapar con los brazos de mi acompañante entrelazados en mi abdomen.

En el camino pensé acerca de todas las posibilidades que se habían gestado, pero traslucí que Ruxandra le había contado a Alina sobre mi desliz, y ella en su pesadumbre, decidió dejarme partir antes que verme morir por adúltero.

Quizás el honor era más fuerte que la decepción que sentía por mi traición; lo cierto es que me alejé para reponer fuerzas y seguidamente irrumpir en el castillo y aclararle los avatares que infortunadamente nos había separado. No iba a renunciar a sus caricias, a la pasividad de su semblante, a esos gestos bien medidos, y al amor que inspira en mí ser; no lo haría, lucharía por tenerla de regreso, por ser su esposo por el resto de nuestras vidas, sin importar si tuviera que renegar de la corona y huir con ella.

Después de hacer un refugio improvisado, cortar leña, prender fuego y pescar truchas, dormí junto a la doncella que me acompañaba. Pasé la noche en vela, pensando en todos los pormenores de mis desventuras. Era inaudito que después de tanto sacrificio, fuese a perder a mi esposa. La angustia no me dejaba en paz.

Al amanecer, cacé un conejo, lo cociné, di de comer a la mujer, y seguimos escapando hacia el este. Después de pasar por el bosque, transitando por una senda que lleva a un pequeño pueblo, divisé la figura de un hombre en lontananza, que al parecer estaba colgando del cuello. El cadáver se balanceaba en el vendaval, de un lado a otro, realzando una escena lóbrega y horrenda. La víctima era un niño desnudo que mostraba en su carne innumerables marcas de azotes y cortaduras. Bajé del caballo para divisar detalladamente su rostro, y cuando esclarecí la identidad del joven, vomité por las raíces del árbol aciago, porque se trataba del muchacho, el bastardo que me había contado la historia del rey asesino que sólo se acostaba con niñas de quince años.

El terror invadió mi cuerpo, muchas imágenes pasaron por mi mente, pero la principal era la conjetura de que quizás me había adentrado al reinado que tanto había querido esquivar, el reinado del olmo vetusto, del trono de acero, del rey pedófilo.

Descolgué al niño, cavé un hoyo cerca del árbol y lo sepulté, llorando como un infante malcriado, golpeando con impotencia el tronco del árbol una y otra y otra vez, hasta que mis puños sangraron. La mujer secó mis nudillos con un pañuelo, me tomó del hombro, me dio un abrazo de consolación y nos apartamos de la pesquita del calvario.

No sabía hacia donde tenía que dirigirme, pero tomé la decisión de seguir el sendero, a lo mejor, encontraría un poblado cercano donde me explicaran qué había sucedido con el muchacho. Mis conjeturas eran que los soldados del rey lo habían conseguido y al saberlo bastardo, lo asesinaron. La crueldad del rey pedófilo, era sin igual, no quería tener ningún tipo de rival con las niñas de su reino; como un sultán, coleccionaba a cada una de ellas, les robaba la dulzura de su infancia y las devolvía marchitas para que siguieran siendo objetos de juegos sexuales entre sus tropas. Mi impotencia era enorme, sentí enfurruñado mi carácter, apreté mis puños, y me dije ¡Qué infructuosa es la vida que sienta en el poder a los tiranos y arroja a los inocentes en la desgracia!

Camino de uno mismoWhere stories live. Discover now