Capítulo 10

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Caminé por un bosque húmedo, donde había comenzado una llovizna que cubría las hojas de los árboles y caía a la negra tierra deslizándose y formándose en gotas ligeras muy agradables al tacto.

La frescura era reinante en las gramas cubiertas por florecillas amarillas, donde decidí apartar mis zapatos y sentir el roce de esas plantas en mis pies. Sentí cosquillas tenues que ligeramente estimulaban mis órganos, pues es de muy sabio conocer, que en los pies se encuentran terminaciones nerviosas de nuestros órganos, y acariciarlos, es al mismo tiempo, acariciar nuestros sistemas.

Los árboles eran robustos, con tallos y cortezas corpulentas y romas, despidiendo líneas pronunciadas, y dando una sensación de fortaleza. Me detuve un momento para tocar uno de esos tallos, y sentir la energía fluyendo en él, pues me era una aventura gozosa el entrar en contacto con la naturaleza, y más aún, sentir su espíritu.

Me acosté un rato para descansar y presenciar desde abajo, como las ramas se habían posicionado de tal manera, que no se estorbaban entre sí, ni a los otros árboles. Era muy difícil contemplar el cielo, todo estaba cubierto de ramas y hojas, pero era dichoso ver la complejidad de la naturaleza vegetal.

Vi una camada de canarios tejeros comiendo sobre el césped, y ardillas trepando a grandes velocidades por los ramajes de los inmensos árboles.

Un pequeño riachuelo de aguas cristalinas y contenedoras de truchas plateadas circundaba el lugar. Su sonido era fuerte, pero realmente relajante si osabas inmiscuirte en la tarea de cerrar los ojos y concentrarte en su sonido.

Después de un rato, vi a una dama sentada en una silla de madera dándome la espalda. Su espalda me parecía conocida, y el tipo de vestido que cubría su piel, no lo hacía con sus bellos hombros, ni su lomo. Me acerqué, justo cuando me faltaba un paso, la dama se volteó y me miró fijamente a los ojos.

Se trataba de Daciana, la hermana de mi Alina, mi cuñada. Sentí mi corazón saltar de repente a grandes velocidades sobre mi pecho, porque a lo mejor, ya sabía de mi desliz, y contaría sobre mi paradero a los guardias que debían estar cuidando a mi amada.

Pasaron varios minutos, y la escena no cambiaba, todo era hermoso, la naturaleza expresaba su ritmo con perfecta armonía; yo inmóvil observaba fijamente a los ojos de Daciana. Ella mantenía una expresión serena, con un broquel de oro tumbado próximo a sus pies tostados, que se manchaban con el musgo que había cubierto la roca que sostenía sus pasos.

Mis pensamientos veleidosos iban y venían entre análisis, negaciones, reflexiones y positividades. No sabía qué iba a acontecer. Ese broquel me parecía síntoma de guerra ¿Acaso había estallado alguna querella con algún pueblo vecino y por ello todo se encontraba abandonado y silencioso? No lo podía saber.

La situación cada vez se hacía más exasperante, la inmovilidad de aquella mujer, que en belleza exaltaría buenas imágenes en cualquier mente, en mí causaba angustia. Decidí saludarla, pero si quiera pestañó, era como si estuviese allí sintiendo una presencia, pero sin poder vislumbrarla. Nuevamente, pensé que había muerto, pero luego escuché el ruido de un mozo de caballos que entró a la escena desde los cotos, con expresión de congoja bien dibujada en su rostro, echándome un vistazo primero, antes de dirigirse a la bella dama.

-Señorita, debemos irnos, los invitados han llegado-. Acto seguido la princesa se levantó parsimoniosa, y se fue alejando de la escena, donde me quedé estupefacto analizando si no me había reconocido, o si se había enterado de mi desliz, y en su dolor, no podía siquiera dirigirme la palabra.

Realmente no entendía qué estaba sucediendo ¿Cuáles invitados, los de un concilio, acuerdo de paz o consejo de guerra? Qué estaba sucediendo en aquel lugar del que cada vez me sentía más esclavo.

Camino de uno mismoWhere stories live. Discover now