Capítulo 4

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Luego de varias horas de cabalgata llegué a un campillo con sol abrazador, donde algunas flores blancas decoraban los alrededores y las ardillas jugueteaban por el suelo, las ramas y los troncos.

Si se miraba la copa de los árboles y se rodeaban el interior de sus ramas, se observaban pájaros saltarines, nidos de aves enamoradas acicalándose, o cantos naturales desde sus gargantas.

Me acerqué a un pequeño río que fluía por aquel paraje, de tierra brillante y césped opaco, a darle de beber a mi corcel y a echarme un chapuzón de agua, pues entre mis gustos siempre se encontraba el nadar un buen rato bajo los rayos del sol, escuchando las orquestas naturales.

Durante mi estancia en el agua, sentí el roce de los peces que allí habitan, caricias en mis extremidades, que hacían surgir cosquillas que me despedían ciertas risas. Me encontraba muy feliz en aquel lugar, saboreando la frescura del arroyo, que no era ni turbio ni profundo, pero sí abrazador y cómodo.

Al salir del río, me acosté sobre el césped para secar mi piel con el astro de la luz del día, cerrando mis ojos y concentrándome en la sensación de calor que poco a poco se iba apoderando de mí. Centré mi atención en mi respiración, en el modo como mis pulmones se hinchaban con el aire y como se desinflaban en la exhalación. Respiré profundo, dejando algunos intervalos sin aire o con él dentro de mí. Respiré lentamente y la pasividad se apropió de mí ser.

Posteriormente sentí unas manos sobre mis hombros, agitándolos, me había quedado dormido y alguien intentaba despertarme con una suavidad exorbitante. Al abrir mis ojos poco a poco, fui vislumbrando a una infanta, rubia, con los ojos azules claros, tan claros que rayaban en lo blanco, una infanta que no sabía ni hablar, porque era de poca edad.

Sonreí junto a la bebé y me levanté, miré hacia mis alrededores buscando a algún acompañante de tan tierna criatura, y observé a escasos metros otra niña, rubia y de unos cinco o seis años que cantaba una canción, a la que no le lograba entender la letra, mientras se balanceaba en un columpio amarrado en un frondoso árbol. La canción que entonaba la chiquilla parecía de cuna, mientras que la bebé jugaba con un palo y las hormigas que por allí vagaban.

Les hice a las niñas una reverencia con mi cabeza y me aparté. Muy bien saben que no tenía ningún ropaje para mi torso, por lo que, a mi parecer, estaba semidesnudo ante humanos que no tenían el juicio apropiado para contemplarme.

La niña que se balanceaba se me acercó, y me dijo que cerca de allí estaba su madre lavando sus ropas a la orilla del río, por lo que era muy probable que la mujer me entregase una franela con la que cubrirme. Agradecí a la chiquilla y caminé hacia la dirección que me había señalado. Al llegar allí, me di cuenta que tenía razón, a menos de doce metros estaba una mujer muy pálida, con bucles dorados y manos rosadas, en la tarea del lavado de las prendas. Hablé unos minutos con ella, le expliqué mi carencia de vestido, y la muy cordial dama me entregó una franela de color granate muy reconfortante y suave al tacto. Le sonreí con algo de pena, y me digné a regresar a donde dejé mi corcel para continuar mi travesía.

Sin embargo, la mujer me invitó a su humilde morada a beber un caldo de sopa muy bien sazonado, que había estado preparando bajo la continua vigilia de su otra hijita, una adolescente de quizás quince años.

Me senté a la mesa, y degusté de una sopa de res deliciosa, con ocumo, ñame, zanahoria, papa, jojoto, auyama y otras legumbres que le daban un sabor exquisito y gratificante. Al culminar, la mujer me invitó a reposar un rato en su aposento, pero mi humanidad no me permitía seguir aprovechándome de la buena atención de la dama, le di un tierno abrazo de agradecimiento y me marché hacia mi corcel.

Mi caballo estaba pastando la grama, justo en el lugar donde lo dejé. Solté las amarras, lo monté, le di pequeños golpecitos con mis pies y continué a galope suave, como si estuviese pasando por un poblado lleno de muchedumbre o realizando labores de vigilancia. Al cabo de poco tiempo, allí estaba de nuevo mi anfitriona, recolectando agua con un botijo de madera, chapoteando gotas por el sendero, y pensé que era justo ofrecerle mi ayuda a la mujer que me había dado de comer y de vestir.

Así lo hice, llevé quizás quince o veinte veces el botijo de agua del arroyo a su casa. La dama me agradeció con un tímido beso en mis mejillas y me invitó a quedarme a pasar la noche en su morada. Como la luna y la oscuridad comenzaban a reinar los alrededores, accedí a sus mandatos, y pasé allí la noche, acostado sobre un sofá vintage, blanco y un poco corto para mi estatura.

Al alba, nuevamente unas suaves y pequeñas manos de bebé me sirvieron de despertador, conjugué mi risa con la risita picará de la impúber, y fui invitado a deleitarme con el desayuno, que se componía de frutas, pan, leche y huevos. Al finalizar volví a despedirme de las damas, monté mi corcel y me fui.

Recorrí largas distancias, no sé para dónde, pero algo me decía que por esa dirección iba a conseguir respuestas del lugar donde me encontraba, o quizás el destino me sorprendería y llegaría otra vez a compartir una escena afectuosa con la dama europea que había guardado mis cartas. A cada instante pensaba en sus ojos tricolores, en sus manos pintadas, en sus cabellos castaños y sueltos, en sus frías expresiones y tiernas tareas. Me era preciso averiguar su nombre. Mi corazón se despedazaba al no poder vociferar un nombre con tan tierno sentimiento.

Analicé un poco mi situación y me di cuenta que me encontraba en una paradoja, al no saber dónde estaba, no sabía hacia dónde iba; quería salir de allí, pero al mismo tiempo quería robarle el corazón a la dama y vivir a su lado un tibio amor. Entonces traslucí ¿no debería buscar más una salida, pues podría presentárseme antes de encontrar a la dama y así perderla para siempre? o ¿debería hallar a la dama, enamorarla, y luego irme a mi mundo con ella? o ¿ubicar a la dama, enamorarla y quedarme a vivir con ella en este lugar?

Mis respuestas son simples, no sabía dónde estaba, pero tampoco de dónde provenía, por lo que éste, aunque no tuviese una casa, era más mi hogar que hacia dónde pretendía volver. Además, acá tengo un mejor motivo, la dama... creo que no investigaré más una salida hacia un mundo que no sé siquiera si es mío, ya que cabría la posibilidad de que este fuese mi mundo, y por alguna razón, tal vez amnesia, no lo recordaba.

Mis deliberaciones me llevaron a la siguiente resolución: encontraría a la dama europea, ésa que había estado comiendo uvas, la que había leído mis cartas, aunque no fueron escritas para ella, y que también en la colina se divertía con burbujas; la enamoraría, y me quedaría a vivir junto a ella, pues es bien sabido, que el ser humano siempre está en busca de la felicidad, y para mí, ella es mi única felicidad.

Luego con el pasar del tiempo recordaría dónde estaba mi hogar, que muy bien podría estar en este mundo del que intentaba escapar, alegando, no sé por qué razón, que yo no pertenecía a él, y una vez allí, ya tendría un techo que ofrecerle a la dama de mis anhelos.

Creo que este era un mejor plan a seguir, más preciso, de mayor entusiasmo y beneficio para un corazón que estallaba como fuegos artificiales en una noche del 31 de diciembre o la madrugada del 1 de enero, cuando la mente proyectaba el rostro de la hermosa dama.

Camino de uno mismoWhere stories live. Discover now