Capítulo 8

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Me puse a pensar muchas cosas después de haber dejado al muchacho pescando en aquel río. Claro, la principal era mi sentido de altruismo hacia la desgracia de los hombres de aquel reino, y todos los frutos del amor usurpado por el príncipe, además de la resolución de esquivar ese reinado a como diera lugar, si al menos quería continuar sobreviviendo.

El muchacho me había enseñado el camino que debía evitar para no toparme con aquellos parajes ominosos; había sido muy claro en mantener mis pasos en línea recta por el sendero, nunca desviándome por sus adyacencias.

Una referencia exacta de la entrada del reino del príncipe de las quinceañeras, como me gusta nombrarlo, era un enorme olmo vetusto que se erguía a unos pocos pasos de una inmensa muralla oscura y maltrecha.

El joven me había enseñado que el sentido del olfato era muy importante para mantenerme alejado del vil príncipe, pues cuando los aromas se tornaban fétidos, era porque estaba próxima la fosa común donde arrojaban a los niños recién nacidos; a los hijos bastardos del rey.

Al parecer los hijos de los soldados eran conservados, para posteriormente, a los siete años de edad, iniciarlos en el entrenamiento y adoctrinamiento en pos de convertirlos en nuevos soldados del rey y así engrosar el ejército.

Por toda la iniquidad que significaba ese reinado, me mantuve caminando en línea recta, deteniéndome sólo para arrancar algunas manzanas y duraznos de los frondosos y verdosos árboles que me rodeaban, y para recoger y beber agua.

En un instante, sentí un aroma delicioso, realmente exquisito, de fragancias exuberantes y de gran agrado a las hormonas. Mi mente, juzgadora inmediata, mordaz y sagaz como se caracteriza, pensó en la dama del norte como la causante de tan delicioso olor, por lo que levanté mi nariz y me decidí a seguirle el rastro.

Yo, Fabrizio, tenía cuentas pendientes con aquella mujer de beldad única, reina de mi corazón, hacedora de mis sueños y timonel de mi voluntad. Por tal motivo decidí, conociendo los riesgos, desviarme un poco del sendero.

Con cada paso, con cada metro que recorría, el aroma se hacía más agudo, hasta que escuché a varias damas hablando de temas que no podía entrever con claridad. De pronto, llegué justo al frente donde estaban las mujeres, una de las cuales, era una bella doncella de quizás 17 o 18 años, con cabellera dorada y muy lisa, ojos verdes, labios delgados, contextura fina, pero muy erguida, de buenos modales, correcto hablar y voz dulce y penetrante.

Detrás de la primera damita, se encontraba otra muchacha, probablemente unos cuatro años mayor, de piel blanca tostada, ojos grandes y café, cejas y párpados delineados delicadamente, labios un tanto gruesos y pintados de un rojo exuberante, buenas curvas en sus glúteos y pechos, pero un tanto recta en su cinturas y caderas, aunque con algunas pequeñas líneas que moldeaban su silueta.

Me quedé observándolas un buen rato sin que notaran mi presencia, porque quería descifrar la escena antes de formar parte de ella, y porque interrumpir a dos hermosas mujeres en sus andanzas, no es de buenas formas cortesanas y menos para un hombre como yo, que adora mantener los modales caballerescos. Además, las dos chicas estaban muy bien vestidas, por lo que ausculté se trataba de féminas de alta alcurnia, de ese tipo de personas que tienden a sobrellevar una vida llena de logística, y costumbres un tanto estrafalarias.

Debo acotar que no sabía si eran ellas las que desprendían tan pródigo olor. Sin embargo, de haber sido así, mi sentido del olfato se habría agudizado considerablemente, porque habría olisqueado el aroma varios metros previos a la estancia de las doncellas.

Oteé el sitio, percibiendo cada detalle, rincón y fenómeno, pero no conseguí nada de importancia hasta que divisé, un poco más allá en el fondo, acostada en una hamaca hecha de lianas, a la dama nórdica, la siempre esquiva dueña de mi corazón, con un vestido ceñido al cuerpo, un sombrero, un collar de plata con una flor de cristal en el centro de su pecho y una malla negra que cubría todo su rostro. Atrás de la dama había un peñasco lleno de enredaderas, junto a las cuales se mostraban unas flores que desprendían un aroma exuberante; no entendía por qué, pero veía el olor de estas flores siendo despedidos como una humareda tenue y de color rosado, que pululaba en el aire y caía suavemente sobre la hermosa dama, bañándola completamente con su esencia. La dama se encontraba tejiendo una corona de estas flores con sus delicados dedos blancos, mientras descansaba todo su cuerpo sobre la hamaca de lianas.

Camino de uno mismoWhere stories live. Discover now