Capítulo 12

24 1 2
                                    

Cuando retorné al Reino del Norte, nada era como lo había dejado, el suelo estaba cubierto de cenizas, y las casas hechas ruinas desprendían el vapor incendiario de la quema reciente. Los buitres roían a los cadáveres que yacían a montones y desordenados por todos los recovecos. El silencio profundo era el soberano que se ceñía como un tirano que le ha cortado la lengua a todos los detractores, para dejar de escuchar los discursos renuentes a sus planes macabros.

Esas aves de rapiña no tenían que competir por la comida, la había a montón, tanta que sus barrigas repletas no podían saciar su gula antes de que la carne fuera consumida por los gusanos blancos que parían las moscas.

Mis lágrimas recorrieron mis mejillas, y mis ojos desorbitados volteaban por todos lados buscando a algún sobreviviente. No les puedo mentir, por mi mente pasó la terrible idea de que mi amada ya no existía, o en el peor de los casos, aún se mantenía con vida boqueando sus últimos alientos antes de fenecer.

Busqué y busqué por los escombros de piedra, por las cenizas, por cada rincón del palacio de mármol, pero todo era una colección nefasta de cadáveres, y ninguno era el de mi Alina. Eso ocasionó que la angustia se balanceara en mi mente a cada instante. No saber el paradero de mi amada era terrible, pero poseer la idea que aún podía estar con vida, me generaba cierta esperanza.

Había pasado por allí un batallón de mercenarios bárbaros, que lo había destruido todo, y se había retirado, quizás con esclavos, prisioneros, y mujeres para satisfacer sus libidos.

No podría saber qué había sucedido con mi amada, hasta encontrar al grupo de asesinos. Decidí dejar el reino que ya no relucía como una joya innovadora en el cuello de una dama pudiente, ni como el manjar marino en la vajilla de plata, o los cristales chillando por sus roces con el céfiro atrevido. No, ya no se oían las risas de los chiflados, los destellos de alegría de los niños, ni los cuentos de los ancianos. Ya las aguas no tenían hermosos cuerpos femeninos que lavar, ni los árboles sombras y frescor a quien dar. Ya el futuro había terminado, el reloj se detuvo, y los soles, las estrellas, las lunas no tenían a quien vigilar. No, ya no.

Es curioso cómo el ser humano ante la desgracia siempre tiene esperanza, no importa qué tan amargado pueda estar, herido o derrotado, siempre busca permanecer en la lucha por conseguir la solución a las injurias y los infortunios de la vida. Así me encontraba yo, con la angustia atosigando mi cuello, con la espada clavándose en mi pecho, con los nervios rechinando en mis oídos, pero con la imagen de mi Alina, con su salvación y nuestras vidas entrelazándose nuevamente.

Pude escuchar el llanto desgarrador de una dama a lo lejos, en los suburbios del reino, por donde ya me encontraba. La mujer sostenía el cadáver de otra mujer, que ensangrentada, tenía la cabeza caída hacia atrás en síntoma de deceso. Sus piernas estaban arañadas, su vestido blanco con jirones y una expresión de pavor tallada en esos ojos claros, que miraban fijos a ningún lugar.

Era Daciana, que sostenía los restos de Camelia, su otra hermana, la rubia de facciones finas y belleza exorbitante; mi cuñada. Me acerqué a ella, esta vez con prisa, muy distante a la cortesía que había mostrado la primera vez que las avisté peinándose. La abracé y estallé en llanto junto a ella, le di mis consuelos y al cabo de unas horas, enterré a la bella dama, con su cuerpo rígido, frío y pálido, adornando al sepulcro improvisado, que ahora le serviría de morada. Recé por la salvación de su alma, mientras sostenía a Daciana entre mis brazos, y de allí, nos apartamos a un lugar más seguro. Necesitaba que la mujer recobrara la cordura para que me diera información acerca de mi amada esposa, pero sus ojos sin orbita, estaban calados en la tristeza profunda, y en la representación de mezcolanzas mentales que la llevaban de aquí para allá como si estuviera drogada de dolor.

Camino de uno mismoWhere stories live. Discover now