Capítulo 3

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Me dispuse a seguir subiendo la colina, que en sus flores, despedía fragancias románticas que ensueñan las pasiones. Un pequeño riachuelo bajaba con pasividad, mostrando rocas blancas, tierra húmeda, y el sol brillante colmaba de calidez mi frente.

Me recosté de un árbol apoyándome con mis manos para descansar, sentí su rugosidad, su fortaleza, la energía naciendo desde la tierra y brotando por las ramas. El son del viento movía sus hojas que sonaban frescas y relajantes.

Luego de jadear por un rato, continué mi camino subiendo, con árboles de hojas verdes oscuras y aves juguetonas en sus ramas. A cada paso que daba, mis cuádriceps se ejercitaban, sentía el trabajo de los músculos de mis piernas y el esfuerzo de mis pasos.

El clima se iba tornando cada vez más templado, el oxígeno entraba a mis pulmones con mayor dificultad, pero continué mi paso. No sabía hacia dónde me dirigía, si quiera sabía cuál era el rumbo que la dama había tomado, pero muy decidido, como si supiese qué estaba realizando o conociese el entorno desde hace veinte años, me movilizaba por el lugar.

Luego de unas horas llegué a un pico que debía descender, difícil tarea para las rodillas y los pies que debían apoyarse en un terreno escarpado. Al llegar al pie de la colina, vadeé un pequeño río cristalino, donde los grizzlis se deleitaban con las truchas despavoridas y un sonido grave se extendía por la nada. Eran unos cantos extraños, en palabras para mis desconocidas, cantadas a coro, que hacían vibrar las energías de mis sistemas y las armonizaba.

Llegué a una edificación, la primera que veía en todo mi trayecto, con ese techo oriental y ese suelo asiático. En ella, apoyados en sus empeines, con las manos en las cinturas, la espalda recta y los ojos cerrados, había un grupo de japoneses, con sus ojos rasgados y sus gargantas ríspidas, cantando a lo que a mi parecer eran las hazañas guerreras y las sabidurías de sus odiseas.

Todos portaban armas, unas espadas resplandecientes como las estrellas, firmes como las montañas, limpias como la virgen y señoriales como el barón. Tenían bigotes largos, cabellera larga, algunas con canas, otras completamente oscuras, sus presencias eran extenuantes a cualquier vista, mis ojos no soportaban observar más de cinco segundos a cada uno de ellos, que se contaban en cientos y cientos, si me adentraba en el lugar.

Algunos forjaban espadas en la fragua, otros practicaban lucha en el dojo, nado en el río, equitación o arquería en el prado. Realmente me sentía confundido, no tenía idea que estaba en Japón y mucho menos podía explicarme cómo había llegado allí.

Me acerqué a un bonsái en cuyas adyacencias se encontraba sentado placenteramente un japonés de estatura mediada, color bronceado, bigotes y cabellera larga y lisa. No sé por qué razón, pero me senté frente a él, sobre el suelo, al frente del negro tronco, copiando su compostura, que no sin esfuerzo trataba de mantener, mas en él se sentía un estado de comodidad, como si estuviese acostado en un verde césped luego de un arduo día de trabajo.

Me miró fijamente a los ojos, sin mostrar en sus gestos ningún indicio de lo que podía estar pensando o sintiendo. Su mirada era penetrante pero genuina, era firme pero dúctil, denotando un grado de sabiduría exorbitante sin siquiera pronunciar una sola palabra.

Al cabo de un rato, cuando mis extremidades extenuadas cedían a la perlesía, decidí ponerme de pie, pero él hizo un movimiento con su cabeza, exhortándome a mantener la posición.

Una ligera llovizna comenzó a caer desde el profundo cielo, y por más que se hiciera densa, todos permanecían en sus actividades, con la misma rectitud, disciplina y entrega de cuando el sol rompía la tierra con sus rayos. Nadie se movió, yo experimentaba un sopor en mi cuerpo intolerable, temblaba cada fragmento de mí, por el frío y por la posición que, para mi acompañante parecía de descanso.

Camino de uno mismoWhere stories live. Discover now