VIII

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Como nieve cayendo de un cielo donde aún se vislumbran los rayos del sol. Algo que no te explicas, pero te maravilla. Lo descubrió pronto, aquello acerca de ella.

La calle era ancha, perdiéndose hasta donde alcanzaba la vista. Los destellos de luz se filtraban entre las ramas de los árboles, entre las casas de techos bajos, y más allá, las torres, los edificios de oficinas que lucían un azul marino.

Esta vez sin viento, sin brisa alguna.

Iban a paso medio, a veces en silencio, a veces charlando sobre cualquier cosa, entre la calle y la acera, entre las personas que eventualmente se encontraban pero que eran escasas, como ruidos de niños que los pasaban andando en bicicleta.

Rastros de algunas hojas en el suelo, Samuel las miraba con las manos en los bolsillos, meditando cómo había llegado a perder mucha de la reticencia inicial que había tenido hacia unos días, al abrir la boca y decir algo que no fueran monosílabos, cuando de pronto Abigail se detuvo, manteniendo el equilibrio sobre el cordón con las puntas de sus pies.

—Primera—dijo, con una sonrisa suave en los labios, casi burlesca. Sam alzó la vista, y la miró, deteniéndose también.

Acto seguido, la muchacha, aún en las puntas de sus pies, bajó a la calle.

Monsieur, c'est le ballet. Les positions du ballet—.

Él permaneció de pie, mientras ella colocaba los brazos hacia arriba formando un óvalo, pasando de la quatrième a la cinquième position con gracia en la mirada, con las polainas con las que había entrado la primera tarde a la cafetería, sobre sus vaqueros. Él la observó, con una curiosidad inevitable, como si estuviera loca por bailar una danza clásica en medio de la calle de unos suburbios, y al mismo tiempo, con la certeza de que jamás había visto algo como eso. Jamás había llegado a ver algo como ella.

De pronto, se le escapó una risita, y ella asintió con la cabeza, saliéndose de personaje por un instante, e instándolo a sentarse en el pavimento con un ademán.

—Estás loca— replicó él, pero de todas formas lo hizo, quizás porque era justo lo que hubiera querido hacer. Abigail se inclinó a su altura, con la luz en los ojos y esa chispa en las comisuras curvadas hacia arriba.

—Sí, monsieur, pero no interrumpa la función — respondió y volvió a reírse.

El asfalto estaba frío, el aliento cálido del viento los envolvió cuando Abi se incorporó nuevamente, frente a él, a un metro y medio de distancia, y ejecutó un giro sobre una pierna, conforme su otro pie se estiraba y regresaba a su posición original, dando vueltas sobre su propio eje.

Ella le llamó fouetté. Cualquiera le habría llamado una maravilla.

Con el sol a su espalda, aquellos escasos destellos entre los árboles, oscureciendo su figura, aún más sus cabellos ondulados que acompañaban el movimiento.

Graciosa con cada paso, con cada expresión en su rostro. Gracia en sus brazos y su delicadeza. Gracia.

En algún momento, se le olvidó el correr del tiempo, le aceptó la mano cuando ella se la ofreció para ayudarlo a ponerse de pie, mientras hacía una reverencia, un saludo final con el que le resultó sencillo imaginársela con un traje de tul bordado sobre un verdadero escenario, sino pareciera que justo allí, en el medio de ninguna parte, en un barrio de los suburbios cuyo nombre nadie recordaría, era donde mejor parecía encajar. Donde era arte, donde estaba viva.

Donde podría fotografiarla y decirle a su profesora que no encontraría a nadie con más pasión en un arabesque ni con aquella vida que a ella; y se detestó por pensar algo como eso, cuando no tenía sentido, ni base razonable. Cuando no debía porque apenas la conocía, y no estaba seguro de siquiera seguir con eso de conocerla.

AnástasisWhere stories live. Discover now