Epílogo

468 83 59
                                    

Un año más tarde

Ahora creía que podía hacerlo.

Llegó a la iglesia en piezas, roto hasta los huesos, atravesando la puerta como quien necesita respirar de una vez por todas. Y le llevó meses, pero entendió que tenía que ser reparado. Que no es fácil rearmar algo. Duele quebrar un hueso para poder enyesarlo.

Le pareció eso, como un taller mecánico, como el de Ernesto. 

Él era ese grupo de partes que debían ser soldadas para formar otra cosa. Dios lo había soldado y ahora era como la lámpara que con Abigail habían fabricado una vez. Sin embargo, aún quedaban un par de cosas que resolver y estaba frente a una de ellas.

Tomó aliento, recordándose a sí mismo la conversación que había tenido con el Pastor una vez terminado el culto, a la salida de la iglesia. Había tomado la decisión hacía una semana, pero en un punto de inseguridad, prefirió pedirle un consejo. Como esperaba, lo alentó a orar y animarse.

Ya era hora de cerrar esa herida. Él también lo creía.

Cerró los ojos por un momento, sintiendo la brisa otoñal chocar contra su rostro, su corazón en las sienes, golpeando fuerte.

Árboles que comenzaban a quedar despojados de hojas, que se amontonaban en el suelo y eran arrastradas por el viento. Metió las manos en los bolsillos de su chaqueta y comenzó a andar por los suburbios, por aquella calle ancha que una vez lo sintió correr para alejarse de todo cuando era un niño.

Miró a su alrededor, como dando un vistazo rápido a través del tiempo, contemplando las casas de techos bajos y amplios jardines delanteros. Todo se veía exactamente como lo recordaba, pero viejo, lavado. Incluso el cielo, nublado como antaño, pero no tan gris, no tan hostil.

Gotas de lluvia mezcladas con sus lágrimas. Su cuerpo delgado sacudiéndose por los espasmos.

Sí, lo recordaba. Pero lo recordó todo aun más cuando volvió la vista al frente y se encontró a un par de metros de la pequeña plaza.

Contuvo la respiración por un instante, y la imagen de la bonita mujer que llevaba a su pequeño hijo de la mano para que pasaran juntos la tarde llegó a su cabeza y se quedó ahí, suspendida, como un recuerdo nítido que lo invitaba a no detenerse.

Siguió el rastro de las pisadas que alguna vez dio, el ambiente que en algún punto lo oyó reírse a carcajadas al balancearse hasta tocar el cielo. Los columpios despintados se mecían levemente por la brisa. Las yemas de sus dedos rozaron el asiento, y luego las cadenas, suavemente.

Estuvo seguro de que si cerraba los ojos en aquel momento, también podría escuchar a su madre reír, podía sentirla abrazándolo, alentarlo a montar en bicicleta. Un nudo se formó en su garganta, y en su interior algo se contrajo.

El niño solo, con madera de príncipe, pero que se había sentido toda la vida como un esclavo.

Una lágrima descendió por su mejilla, pero entonces recordó la palabra, aquel versículo que lo quebró por completo el primer domingo, pero que también, comenzó a reconstruirlo.

"Aunque mi padre y mi madre me dejaran, con todo, el Señor me recogerá."

Sus comisuras se curvaron hacia arriba, lentamente, en medio de las lágrimas.

Después de todo, nunca lo había abandonado. Después de todo, lo había vuelto a la vida.

Había muchas cosas que tendría que terminar de entender a partir de ahora, como que nunca obtendría una explicación de porqué ella tuvo que morir tan pronto, o porqué su padre lo había abandonado antes de conocerlo, porque nadie en la tierra se lo podría decir. Pero sí podría explicar otras cosas, el peso de las decisiones que tomamos en la vida, el libre albedrío que va transformando la realidad que vivimos.

AnástasisWhere stories live. Discover now