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Cuando apenas llegó a la ciudad, trabajó en un bar de mala muerte en los bajos, lavando copas y destapando cervezas baratas.

Ellos formaban una banda de inadaptados que distribuían droga y la metían a los clubes nocturnos y a todo ambiente tóxico que pueda cruzar por tu cabeza.

Eran alrededor de quince, y siempre andaban juntos. Sus tendencias rozaban lo retorcido y lo degenerado. Violentos, demasiado territoriales, eran la clase de gente que necesitas evitar o tener de aliada para no tener problemas. Sin embargo, Sam no tenía el juicio suficiente para entender algo tan básico como la supervivencia.

Una noche pegajosa y asfixiante de verano, con el bar a tope, con griteríos y música estridente a través de las bocinas viejas, el presunto jefe de esa banda, se burló de él cuando le sirvió una medida de cerveza.

Sam se la tiró en la cabeza.

Fue una mirada ciega. El jefe se rió y su risa le llegó a los oídos como lo habría hecho la maldita banda sonora de Psicosis. La bebida de malta goteaba por su rostro y ni siquiera se molestó en quitarla. Una sonrisa retorcida, mostrando algo que en ese momento él no entendió, pero que era cercano a la psicopatía.

Era algo tarde para arrepentirse.

Lo siguiente que sintió fueron puños cerrándose en su camiseta arrastrándolo hasta la calle. Frente a una tienda de tatuajes con el cartel de neón brillando bajo la cortina de agua que los envolvió.

Sangre en el pavimento diluyéndose por el agua de la lluvia.

Su sangre, en el pavimento diluyéndose por el agua de la lluvia.

Un puñetazo con manopla en el tabique de la nariz, dolor punzante por un corte en el pómulo, su cabeza rebotando contra el suelo, a escasos centímetros del comienzo de la acera.

Más tarde, sangre, en el lavabo.

Su sangre, en la bañera de la habitación que alquilaba diluyéndose por el agua de la ducha.

Analgésicos robados de una farmacia pasando por su garganta, mientras todo seguía dando vueltas a su alrededor.

Esa había sido sólo una advertencia , pero él era un niño estúpido de diecisiete años, demasiado impulsivo como para haberla entendido, que no medía las consecuencias y que no pensó ni un segundo antes de romperle el vaso de cristal en la cabeza al mano derecha del jefe la semana siguiente, el mismo que le había quebrado el tabique de la nariz la primera noche.

Porque tenía tanta ira adentro que necesitaba dejarla fluir de alguna manera. De la que fuera. Creyendo que sería como la secundaria, o no importándole absolutamente nada. Aunque le dieran la golpiza de su vida, aunque lo persiguieran por meses hasta encontrarlo.

Aunque jamás ganaría. 

AnástasisWhere stories live. Discover now