XI

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Abi lanzó un gruñido al aire, arrugando la nariz, y apretando los puños ante su tercer intento fallido. Sam podría decir, sin equivocarse, que le había molestado la última observación que él había hecho. Pero no era como si fuera culpa suya, ella no era lo suficientemente hábil con los controles. Era lenta y torpe con las manos y probablemente la máquina estaría trucada.

—Sigues haciéndolo mal—

—¡Esto es muy injusto!—refunfuñó. La garra mecánica había soltado su peluche de Doraemon otra vez.

—No es injusto, eres mala para esto y eso es todo— replicó, exasperado por haberla visto intentarlo tantas veces. Abi arqueó una ceja.

—¿Puedes hacerlo mejor que yo?—

—Sí, pero no voy a gastar dinero en un tonto peluche—

Abi soltó una carcajada. Él era tan desagradable a veces que no podía más que generarle gracia por su excesiva acidez. Sam hizo una mueca al escucharla reír.

—Eres tan amargado a veces—dijo ella.

La muchacha abrió la botella de jugo que habían comprado. Junto a la máquina de la garra, había una cabina de fotos, las únicas dos habilitadas por la mañana de ese domingo festivo.

—Yo no soy... — comenzó él, pero se interrumpió a sí mismo cuando Abi negó con su índice, justo en frente de su cara.

—Nada de mentiras, en el taller de confianza de Abi Salterelli todos decimos la verdad. Así aprendemos y mejoramos— Sam rodó los ojos.

—No hay qué mejorar— espetó.

—¡Siempre hay algo por mejorar! Sanamente, claro, como tu humor—. Acto seguido, señaló la tienda a su costado, mientras sonreía burlona— ¿Quieres que te compre un dulce o algo? Quizás le ayude a tú carácter.

Sam frunció el entrecejo, pero terminó sonriendo a la mitad.

Todo permanecía apacible a su alrededor. Sólo había grupos turistas por la zona, revoloteando con anteojos oscuros que minimizaban el intenso reflejo del sol en el ambiente limpio por la lluvia del día anterior, y con sus guías parloteando. La humedad era alta, pero tampoco demasiado insoportable.

También se había levantado temprano aquella mañana, muy en contra de su voluntad. Se la había pasado despierto con su acostumbrado insomnio gran parte de la madrugada, y necesitaba superar su promedio de sueño de cuatro horas con urgencia, pero le había prometido a Abi —muy también en contra de su voluntad— que la acompañaría a la Iglesia, al servicio de la mañana. Entendiéndose por acompañarla, el hecho de que la dejaría en la puerta y haría tiempo en algún lugar hasta que terminara el culto y fuera a buscarla de nuevo. Y eso fue exactamente lo que hizo.

Ahora merodeaban también por el centro de la ciudad, como ese grupo de turistas asiáticos, hasta que fuera hora de comer.

Abi se rindió con la máquina de un momento a otro, aún haciendo un leve puchero con el labio inferior, cruzándose de brazos para mirar amenazante el aparato que se rehusaba a cooperar con ella, para luego retirarse con la frente en alto.

Samuel la observó con gracia, y le costó muchísimo llegar a admitirlo, pero aquel gesto, tan infantil como tierno, le robó otra sonrisa discreta.

—¿Ya tienes hambre?—le preguntó, mirando hacia otro lado, al tiempo que torcía la boca en una mueca para encubrirse.

—Mucha—

Abi había elegido esta vez que quería comprar algo para llevar e ir a comer a un parque del que habían estado hablando durante el desayuno, así que hicieron un camino rápido hasta el McDonald's más cercano, y una vez con sus pedidos en mano, se dirigieron al espacio verde ubicado relativamente cerca de donde habían estado. Sam no se lo había dicho pero planeaba enseñarle un par de curiosidades de la ciudad, aquellas que no eran turísticas o estéticamente agradables, pero que tenían su encanto, y que supuso que a ella le gustarían.

AnástasisWhere stories live. Discover now