IX

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Era de noche cuando ella se durmió en su hombro en el bus de camino al hostal, cuando él se aseguró de rodearla con un brazo, para que se recargara en su cuerpo.

Miró por el cristal, con el filo de su mandíbula apoyado en la cabeza de Abigail. La ventanilla estaba abierta, con aire filtrándose a través de ella, mezclando olores, a humedad, dióxido, champú del hostal y vainilla.

Lejos, pasando a toda prisa en la avenida, luces borrosas por todas partes, de bloques de departamentos, letreros de neón de tiendas cerradas y bares aglomerados.

En cada aspecto, en cada espacio: melancolía, tristeza. Una ciudad muerta que aparentaba vida, que aparentaba concentrarlo y saberlo todo, pero que estaba vacía, porque su gente permanecía vacía. Vacía, como él se sentía. Sólo que recién lo admitía, recién era capaz de verlo completamente. Quizás por eso le gustaba de alguna manera, porque empatizaban. Quizás por eso no se había movido de allí en todo ese tiempo.

Abi se acurrucó un poco más, presa de algún sueño fugaz que la hizo sonreír por un instante, sonrisa que Sam presenció, porque por inercia, estaba contemplándola dormir por primera vez.

***

Las sirenas de las ambulancias se oían a lo lejos, las luces de neón de los demás edificios seguían encendidas, y se colaban dentro del ático.

Eran las dos de la mañana, con la ciudad envuelta en noche. A través de la ventana, catástrofe excitante, miseria oculta.

Estaba sentado en el alfeizar, después de haber dejado a la muchacha en su habitación. Abi estaba tan cansada que luego de una ducha y leer un poco, se volvió a dormir enseguida. Sam había dejado en un descuido la cortina corrida a un lado, por lo que podía verla, dormida al revés en el colchón, con un libro en la mano aún abierto.

Las mejillas pálidas salpicadas de pecas, su cuerpo arropado con ropa deportiva por lo menos dos tallas más grande, las yemas de sus dedos sobre las páginas finas y expresión tranquila. Así, la observó dormir.

Ébano en el cabello, labios rojizos, el bolígrafo con el que había hecho unas anotaciones al margen de su biblia había rodado hasta caer al piso.

De alguna forma, verla dolía, porque podría haber deseado tenerla, si no hubiera sabido que la arruinaría, volviéndola como él; que apagaría esa luz que irradiaba y la envolvería en toda la basura oscura que él arrastraba consigo. 

Entonces le fue inevitable recordar lo que ella le había dicho la madrugada anterior, con seriedad en la mirada, como si no lo entendiera.

"Dime, cuando se apagan las luces, cuando estás solo, ¿en qué crees? Al fin, ¿crees?"

No, porque ni siquiera creía que le quedara sensibilidad en el pecho.

No era capaz de sentir nada, por más que lo buscara, por más que lo intentara.

Expulsó el aire de los pulmones, tirando la cabeza hacia atrás sobre el marco, clavando la mirada en el techo gris.

Fue como aliento frío en el cuello, el aire del exterior chocando contra su piel.

Reconoció su propia imagen aún con los ojos cerrados, como si viera su reflejo cansado en un espejo. Cabello claro revuelto, la misma ropa de todo el día, sudadera grande, jeans rotos en las rodillas. Miseria.

Recordó cuando era un niño, cuando reía hasta perder el aliento, el aire helado cuando se impulsaba en los columpios, antes de que comenzara a llover.

¿Por qué? ¿Por qué no podía reír así de nuevo?

La escuchaba como en un eco, la voz de su madre a lo lejos, su cabello cobrizo como el otoño meciéndose y sus ojos brillando. Riéndose a carcajadas mientras él se impulsaba en los columpios. Orando en el atardecer.

Ella decía que estaba hecho de oro, que tenía madera para ser algo importante, que podría ser un campeón en vida. Él le creía, con el corazón en la mano y una sonrisa, porque ella tenía esa calidad de reina, verdad y misericordia en la palabra. Pero no era como su madre había dicho, porque quizás fue fundido, quizás contenía el metal precioso, pero en algún punto se estropeó.

Las llamas vuelven algo puro, perfecto, pero a él las llamas lo rompieron, lo llenaron de heridas. Se volvió seco y árido. Ahora estaba hecho de oro manchado, grumoso e imperfecto. Se forjó solo, en la ira y la incertidumbre. Se volvió agrio, duro, desesperanzado.

De alguna manera, de alguna forma, Abigail estaba demasiado viva. Lo veía, en la forma abierta en la que sonreía, incluso en la manera tranquila como dormía, como si todo tuviera solución y no valiera la pena preocuparse por nada.

Y por eso la odiaba. Por momentos realmente la despreciaba.

Por momentos quería tenerla entre los brazos.

Quería empujarla lejos, pero pegarla a su cuerpo.

Por momentos, creía que perdía la cabeza, porque no entendía qué le sucedía.

La arruinaría si se acercaba más de la cuenta. La arruinaría cuando ella se rindiera con él. Porque en algún momento se rendiría. Porque en algún momento entraría en razón, llegaría a la conclusión de que no valía la pena que alguien, ni siquiera su Dios, se esforzara en repararlo, porque no tenía remedio.

Tenía que rendirse.

Recordó algo que leyó antes de quedarse dormida. Un versículo que su madre parafraseaba cuando llegaba la noche, y se marchaba para dejarlo dormir.

"El ladrón sólo viene para robar y matar y destruir; yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia. Yo soy el buen pastor; el buen pastor da su vida por las ovejas."*

Algo se le quebró en el fondo del pecho, sintió rabia y tristeza.

Continuó viéndola, fijamente a través del espacio pobremente iluminado por un velador de luz blanquecina. A su alrededor, junto a la ventana, oscuridad. Las luces de la noche de Santa Gracia contra su piel.

Echó un suspiro al aire, que se transformó en un bufido al cabo de un segundo, y se restregó los ojos con el dorso del puño, poniéndose de pie.

Sentía como punzadas en la parte trasera de su cabeza, su garganta se cerró de improviso; pero caminó hacia la otra habitación de todas formas, con una mezcla, con ese torbellino de emociones poco claras.

Se detuvo junto a la cama, a centímetros de ella, y se inclinó para tomar la biblia que permanecía aún abierta bajo el peso de su mano, para que pudiera dormir mejor.

Sus ojos se posaron sobre las páginas, en cuanto se alejó de Abi. El pasaje de San Juan que la chica había leído en voz alta hacía unos minutos atrás estaba subrayado y con una anotación al margen.

Sam lo leyó, haciendo una mueca, endureciendo el gesto, hasta que observó la fina caligrafía de Abigail y sus cejas se alzaron, dándole paso a la sorpresa que lo embargó.

"Incluso por ti, Sam. Aunque no lo creas, también murió por ti."

*Fragmento bíblicoSan Juan 10:10-11

AnástasisWhere stories live. Discover now