1-Carlo ~ Italia

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El momento mágico
- ¡ Vamos, Carlo, ven que llega otro, date prisa!

El tren resoplaba como si estuviera cansado. Llega de Nápoles, y hasta Milán faltaban aún casi ochocientos kilómetros. Eran las seis de la mañana. Carlo estaba en la estación Central desde las cinco y media. Su padre, Antonio, era ferroviario y empezaba a trabajar al alba. Con frecuencia se llevaba a su hijo los domingos a los trenes. Ahora que le habían dicho que no podía seguir trabajando seguía viniendo igual con Carlo. Un poco para contentar al niño y otro poco porque se aburría en casa. Y también un poco porque todavía no se lo creía.
Carlo sentía pasión por los trenes. El domingo nunca se le pasaba levantarse temprano por la mañana para seguir a su padre al trabajo. Los días que había escuela, sin embargo, se le hacía un tormento levantarse. Y pensar que lo despertaban más tarde que cuando debía ir a ver los trenes con su papá, pero era completamente distinto. Ciertamente, era difícil hacerle comprender, sobre todo a su mamá.

"Mamá, es verdad, cuando tengo que ir con papá no me siento tan mal", le decía Carlo a su madre cuando está perdía la paciencia llamándolo cada vez.
Tenía sueño por todas partes: dentro de los ojos, dentro de la cabeza, dentro de las piernas; no conseguía sacudirse lo hasta que llegaba a la escuela y veía a Anna, que tenía 9 años y la mirada siempre fija en él. Todos decían que eran novio. Carlo de ponía rabioso y decía que no era verdad; él no le había pedido a ella que fueran novios, ni tampoco viceversa. Anna, en cambio, estaba decidida. Cuando alguien le planteaba la pregunta, respondía: "Por mí podríamos ser novios, pero debe ser Carlo el que me lo pida".

Dado que él era un tímido, su noviazgo oficialmente siempre quedaba retrasado. No es que Carlo estuviera disgustado: Anna era simpática y le gustaba, pero sus ojos eran como estiletes, los sentía clavados sobre él y no se los podía sacar ni con alicates. Y ni siquiera eran novios...

Con los trenes, en cambio, era distinto. Estos silbaban, hacían un ruido enloquecedor, pero no daban miedo.
Si era el turno de su padre, Carlo se levantaba el domingo muy temprano y lo acompañaba. Lo habría seguido también de noche pero su madre no quería. Decía que un niño debía estar durmiendo a esa hora.

Carlo tenía nueve años y no se sentía un niño en absoluto. Y jamás habría renunciado a mirar los trenes que estaban en la estación: ese era el momento mágico, el instante preciso en que el tren se anunciaba con el solo rumor de los raíles y el silbido potente. Entonces la estación se quedaba muda, todo se detenía: las voces, los gritos, las risas. Todo enmudecía. Silencio. Carlo divisaba de lejos el tren que entraba a la estación y lo veía hacerce grande poderoso y invencible. Era un instante, una milésima de segundo, pero permanecía eterno. Después se rompía la espera y todo volvía a ser como antes. Sin embargo, a pesar de ello ese instante era fenomenal, inigualable.
"Vamos ponte en tu sitio y no molestes - le decía su padre -. Si ves que no te lo quieren dar, no insistas, ¿de acuerdo?".

"Sí, papá, puedes estar tranquilo. Lo sé, lo sé".

Carlo se ponía siempre al final del vagón número seis. Era Antonio quien se lo había sugerido. "Es el estratégico, Carlo, acuérdate. Los pasajeros de los primero vagones ven la salida a un paso y se ponen nerviosos si alguien se les pone en medio cuando bajan, porque ya querrían estar afuera. Desde el sexto vagón hacia atrás la salida de presenta distante. Las personas bajan del tren y van resignadas: saben que deben hacer un buen trecho de camino para salir y, si no llevan mucha prisa por algún motivo en particular, se dirigen tranquilas hacia la salida. Tú espera y no des la impresión de estar ansioso por detenerlas, porque de lo contrario te evitan".

Carlo esperaba a que se abrieran las puertas y después, en voz alta, empezaba: " Buenos días, señora, ¿ha tenido un buen viaje? Por favor, ¿puede darme su billete? Gracias". Muchas veces había oído decir a su padre estás palabras en el tren cuando revisaba los billetes de los pasajeros.

Siempre la misma frase, sin pausa. Sin embargo, cada vez que las palabras salían de la boca de Carlo parecían nuevas. Y es que el se las creía,se sentía el jefe de la estación, y esto le gustaba más que nada en el mundo. Ni siquiera los ojos de Anna tenían el mismo poder.

Los pasajeros reaccionaban de diferentes modos. Algunos le sonreían sin darle demasiada importancia, otros lo miraban de reojo y seguían recto; había algunos que le daban el billete sin sonreír y otros que se lo ofrecían con una caricia. Había incluso quién, distraído, pensaba que el niño estaba pidiendo limosna, y junto con el billete le daba dinero. Entonces Carlo corría detrás de él para devolvérselo, a toda costa. Eran órdenes de su padre. Su papá nunca había querido que aceptara dinero, no lo llevaba con él para eso. Y mucho menos ahora, hubieran sido capaces de denunciarlo.

No se podía correr riesgos. Ahora ya no.

Cuando hasta el último pasajero había ganado la salida, Carlo contaba satisfecho el botín de la jornada. En alguna ocasión había llegado a recoger cincuenta billetes. En cada uno escribía a pluma la fecha del día.
Cuando llegaba a casa los depósitaba en el cajón donde los guardaba. Nadie podía meter la nariz en él. Su madre había visto una vez el cajón que desbordaba y lo había abierto. Al hacerlo, algunos billetes habían caído al suelo y ella, enfadada por el desorden había tirado unos pocos.

Carlo no quiso comer y se encerró en su cuarto durante dos días. Lloraba. Antonio, su padre se enojó con la mujer.

Al tercer día su madre fue al cuarto de Carlo y le dijo: "Te pido que me disculpes. Nunca más volveré a tocar tu cajón. Ahora bien, debes tenerlo ordenado. Encuentra la manera de conservar tus billetes sin que vayan por todas partes. Tal vez sea mejor que les encuentres otro sitio, pero no quiero verlos revolotear por todas partes en casa. Te prometo que no lo volveré a hacer si los conservas ordenados".
Fue una paz justa. Carlo repartio los billetes en 2 cajones.

-¿Cuántos has conseguido hoy?- le pregunto Antonio aquel día
-Cuarenta y ocho, papá. Los pasajeros están todos en regla, nos podemos ir. En casa les pondré la fecha de hoy: 15 de octubre de 1938.

Volviéndose, el niño le dijo a su padre: -Papá, todavía no me has explicado por qué ya no te dejan ir al trabajo. Tú eras muy bueno para hacer que todos te dieran el billete. Te obedecían de inmediato, no como a mí.
Ya se lo había preguntado más de una vez y siempre recibía la misma respuesta.
- Un día te lo explicaré. Es díficil de comprender para un niño de nueve años.

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Y bueno aquí tienen el primer capitulo, lectores <3
Espero que le haya gustado, si es así porfavor regalenme una estrellita al final del capítulo.

Ante todo quiero aclarar que esta obra no es mía, le pertenece a Daniela Palumbo y la pueden encontrar en librerías.
Al leerla me gustó tanto que quise compartirla de alguna manera para los que les gusta leer este tipo de libros.

Este recién es el 1er caso, habrán otros más..

Gracias a las personas que comenzaron a leer.... 🌿

Las maletas de AuschwitzWhere stories live. Discover now