12. La dignidá

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Y yo que penzaba que los vampiros no ezistían.

Menúo mordisco que ma' dao la draculina esta, me habrá zacao tres litros zangre por lo meno'. Me cago en la leche de to' las vacas de VillaOT.

—¿¡Qué haces, lagarta!? —gritó Alba, tirándole de los pelos a la atrevida que había osado morder el cuello de Natalia.

—¡Arba, que la vas a dejá carva! ¡Tate' quieta, ome'!

—¡Suéltame, zorra! —exclamó la chica, cuya cabeza se movía por las sacudidas que Alba le estaba dando. Alrededor de ellas, en mitad de la fiesta, la gente se fue agrupando para presenciar el espectáculo.

—¡¿Quién te crees que eres para ir metiéndole cuello así a la gente?! ¡Ten un poquito de respeto, acosadora de mierda! —chilló Alba, que estaba fuera de sí, con los cachetes encendidos y la garganta desgarrada.

—¡Para ya, Arba, déjala! —insistió Natalia, que consiguió separarlas metiéndose en medio de las dos con los brazos en cruz.

—¿Y tú quién eres, su novia? ¿O es que no te da coba? Porque pa' mí que todo este rollo del respeto viene porque te has puesto celo... —antes de que terminara la frase, Alba superó la barrera de Natalia para arañarle la cara de un zarpazo.

—¡Arba, me cago en dió' ya! —gritó enfadada la granjera, que abrazó a la urbanita por la cintura para elevarla en el aire. Ella pataleó enfurecida, pero Natalia consiguió mantenerla alejada de la pelirroja que le había comido el cuello sin ningún tipo de miramientos.

—¿Qué pasa? ¿Te ha gustado, o qué? —se enfrentó Alba en cuanto la chica se escapó y la granjera la soltó en el suelo.

—Pero zi ma' hecho una carnicería en er cuello, Arba, por favó. ¿Cómo me va a gustá ezo? —se quejó, asombrada por el razonamiento.

—No sé, como te has puesto de su parte—le dio un empujón, escapando entre los curiosos que aún seguían agolpados allí.

Natalia salió corriendo tras ella, pero no la alcanzó hasta que salieron del recinto. Podía haberla adelantado, pero prefirió hacerlo cuando estuvieron a solas. Habían sobrepasado ya los puestos del Dulceweekend, llegando a la zona de aparcamientos, un descampado de arena y polvo repleto de coches. Allí todavía podía oírse el griterío y la música.

—¡Y os voy a regalar unas gafas de sol a todos, porque sois mis preciosos! —anunció Dulceida por el micrófono, y los decibelios de aquel gentío se multiplicaron a lo lejos.

—Arba, ¿ze puede zabé que te ha pazao'?

—¡Que no soporto a la gente que hace ese tipo de cosas! —replicó, parándose en seco—. Es que flipo, vamos. Hola y chupetón. ¿De qué coño va?

—Pero tas' puesto to' violenta, Arba, con lo fina y educá que tú ere'...

—Bueno, pues acabas de comprobar cómo se rompe esa fachada.

—Po' no lo entiendo porque a la que lan' mordío tol cuello...

—Ojalá hubiera sido a mí—la interrumpió.

—Cómo zois las boll... lesbianas... ¿De verdá os gusta ezo? Zi dá doló de pescuezo pa' un año biziesto.

—¡No es por eso! ¡Y no seas homófoba que los heteros también os metéis cuello!

—A mí Manolo nunca me ha...

—¡No quiero saberlo! —gritó, retomando la marcha mientras se tapaba los ojos.

—¿Me vas a explicá por qué te has puesto echa una fiera? —volvió a preguntar tras alcanzarla de nuevo.

—Pues porque... porque tú... —frenó el paso.

Girazoles - (1001 Cuentos de Albalia)Where stories live. Discover now