18. Dos enchufe' y un tractó

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En una cama de matrimonio clásica y antigua, de barrotes de metal y muelles flojos, la pareja permanecía distante y fría. De espaldas el uno con el otro, oían de fondo la música de los más rezagados a despedirse del fin de fiestas sin poder pegar ojo. Manolo le daba vueltas y vueltas al asunto del poliamor como si este fuera una aceituna, y él el triturador que las hacía aceite.

Es que cómo viá compartí a mi Natalia... ¿Ezo onde' za' visto? Ni que fuera una olla expré que ze puée dejá a la vecina... Que estamo' hablando de mi mujé, joé. To' me tiene que pazá a mí. To' ar tonto der Manolo. ¡Que yo no zoy moerno', por mucho que me esfuerce! ¡Que yo nontiendo a lo' maricone', por má' que la Arba me lo explique! Zi es que ya lo decía mi pare... Da Dios zarna a quien no zabe rascárzela.

Tras su espalda y tratando de silenciarse, Natalia liberaba unas lágrimas de frustración y tristeza. De impaciencia. De incomprensión. También de culpabilidad. Y de puro amor amargo. Había vuelto de ver los fuegos con un agridulce sentimiento, y es que la joven granjera había resistido con pesar al deseo intrínseco que la empujaba a besar a Alba. Aguantó sin hacerlo, conformándose con abrazos y otro tipo de gestos. Pero una vez llegó a la cama, esos impulsos contenidos se manifestaron en forma de llanto. Porque además de lamentarse por no poder besarla, halló a su marido esperando su cariñoso buenas noches. Y con él el sentimiento culpable. No quería estar así, entre dos aguas. No quería tener que engañarle, pero tampoco renunciar a su amor por Alba. Y ese desequilibrio de emociones fue el que dio rienda suelta a sus sollozos.

—Gatita mía, ¿qué te paza a ti? —susurró el granjero, tornándose para rodearla por la cintura. Pero la joven no contestó, escondiendo su cara entre sus manos—. No llore' tú, mi amó, que ere' la fló má' bonita der campo.

Manolo la brindó de caricias toscas y besos estruendosos. Era su estilo, no se le podía pedir más. Y Natalia más lloraba, agazapada entre los brazos del hombre que la había hecho feliz durante años, y al que ahora le pedía el acto de amor más generoso y empático de su historia. Un acto que llegó a la mañana siguiente durante el desayuno:

—He traío churro'—anunció Manolo dejando su sombrero en la percha y el cucurucho de cartón en la mesa. Natalia bostezó confusa, y él la sentó en la silla—. ¿Café?

—Zí, voy.

—Quéate ahí zentá—le indicó, sirviendo la bebida en la taza favorita de Natalia: la que tenía una gallina en tres dimensiones. El mango formaba la cola, y por delante sobresalía la cabeza.

Este ze está haciendo er bonachón pa' que me orvide de la Arba... Po' la lleva clara zi pretende que no pienze en zus bezos con unos churros granzientos...

Yo no quiero quearme' zolo. Y mi Natalia... Ay, omá. Cuando ze le mete una coza en er cascabullo no hay quién ze la zaque... Azí que yastá. La dejamo' que ze... que ze... Po' que haga lo que quiera con la Arba, no paza ná, Manolo, que es una mujé. Eza a ti no te va a hacé zombra. Donde ze ponga un buen macho, que ze quite to'. Ezo va a durá un telediario... y cuando ze jarte', ¿quién le queará? Zu Manolo de to' la vía. Ezo eh. A la mujé contenta ziempre, leñe, aunque haya que apretarze un poquillo er cinturón.

—Vamo' a hacé lo del polloamó, gatita.

—¿Cómo? ¿En zerio? —preguntó sorprendida.

—En zerizízimo—cabeceó convencido—. Pero tenemo' que poné unas norma'.

—Uh, aquí hay gato encerrao'—gruñó Natalia, que no asimilaba todavía que Manolo hubiera aceptado tal cosa. Y tan pronto.

—De encerrá ná, la gatita zerá libre—sonrió, mordiendo un churro sin perder la alegría de sus comisuras.

Girazoles - (1001 Cuentos de Albalia)Where stories live. Discover now