26. Alud de flores

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Estaciono frente a la residencia de mis amigos, sin importarme que el lugar donde dejo el auto no es uno donde está habilitado hacerlo

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Estaciono frente a la residencia de mis amigos, sin importarme que el lugar donde dejo el auto no es uno donde está habilitado hacerlo. Debo esperar que una hilera de coches pase antes de cruzar, y entre el movimiento y los universitarios yendo y viniendo, cantando y cargando cerveza, solo veo a Ciro encorvado en los escalones de la entrada. Rodea sus rodillas y apoya su cabeza en ellas, creando una cortina dorada que oculta la expresión que sé que me partirá el corazón en cuanto la vea.

Casi rozo la parte trasera del último coche al echarme a correr. Me arrodillo frente a él sin prestar atención a los ojos curiosos que merodean alrededor. Veo los arañazos en sus brazos, la piel rota en líneas ansiosas. Tomo sus muñecas para que detenga de lastimarse porque, aunque no sienta ese dolor por estar sumido en otro, dejará marcas.

Los recordatorios del cuerpo son hirientes, no tanto como los de la memoria, pero aún así hieren.

—¿Podrías mirarme, Ciro? —procuro bajar la voz.

—La perdí... —Cuando levanta la cabeza sus ojos están inundados de lágrimas. Las pupilas son desmesuradas, expresando pánico—. La volví a perder. La oí entrar anoche, pero no fui a ver cómo estaba porque no estaba solo. —La vergüenza lo obliga a susurrar, como si fuera una persona horrible por haber pasado la noche con alguien—. Al otro día acompañé a... a la chica a su residencia y unos compañeros me invitaron a almorzar. Luego fuimos a jugar al estúpido ping-pong de mesa y no recordé enviarle un mensaje. —Se sofoca y lleva una mano al pecho, jadeando y temblando como una hoja—. Al estúpido pin-pong, Billy.

Llegan los broncoespasmos. Tose con fuerza cuando el aire llega a sus pulmones pero no es capaz de salir. Al apartarle el cabello del rostro las yemas de mis dedos se humedecen con el sudor que le perla la frente y los mechones.

—No la perdiste. Tyra está bien.

Tiro de él en un fuerte abrazo. Necesito que la presión y el calor lo haga darse cuenta que estamos en el presente y no en un recuerdo. Acaricio su espalda y comparto una mirada con el abuelo, que de pie a unos pasos sostiene el móvil contra su pecho y niega con la cabeza, preocupado. Sé que le ha saltado el buzón de voz.

«Hey, aquí Tyra. Veo que estás desesperado por contarme un chisme, así que escúpelo en 3, 2, 1...».

Ciro tiembla contra mí e intento no inhalar muy fuerte. Él es un amigo espejo. Si sonríes te sonreirá, y si lloras hará lo mismo a tu par. De los tres, es el más sensible. Su empatía atribuye a que su amistad sea única, pero a veces lo lastima más de que está dispuesto a admitir. No poder separar tus sentimientos de los de otro es un arma de doble filo.

—La perdí, la perdí otra vez... —Su obsesión regresa.

Me aparto de él y tomo su rostro entre mis manos.

—La encontraremos o regresará. Ella está bien, repítelo, por favor.

Niega con la cabeza y limpio con los pulgares dos lágrimas que se sincronizan para caer.

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