¿Prólogo del desastre?

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"Si algo puede salir mal, saldrá mal", esa era una de las famosas leyes de Murphy y, para mi desgracia, ¡el desgraciado me había hecho creer en ellas a los golpes!

El despertador no había sonado es día, así que tuve que correr más que una maratonista para alcanzar el bus ―en el cual me tocó ir de pie, cabía acotar―, y para terminar de joderme la vida, quedé atrapada en un tráfico del infierno.

Y solo iba iniciando el día...

Llegué a la universidad a las ocho en punto y corrí como si el mismísimo demonio me estuviera persiguiendo; los pasillos de la facultad de psicología estaban solitarios, así que aceleré el paso hasta que divisé el salón que tenía una pequeña placa metálica con el número "302". Miré el reloj en mi muñeca y solté una nueva maldición: cinco minutos tarde.

Tenía dos opciones: saltarme la clase o... aguantarme el sermón del profesor; aunque si lo pensaba un poco más, la primera ni debía ser tomada en cuenta al ser una estudiante becada. Así qué, peiné mi largo cabello castaño con los dedos lo mejor que pude, y abrí la puerta con lentitud para no hacer ruido.

Trataba de caminar lo más despacio posible, rezando en mi mente para que el profesor no se diera la vuelta, pero claro... Murphy no podía dejar de fregar.

—¿Estas son horas de llegar, señorita Durán? —La voz áspera y hosca que tanto me desagradaba se escuchó con fuerza.

Levanté la mirada y allí estaba ese anciano con cara de constipado, mirándome con esos ojos oscuros llenos de superioridad.

—Lo siento, profesor... Tuve un pequeño percance, ¿puedo pasar?

El hombre siguió mirándome con desdén por varios segundos antes de asentir, pero naturalmente no me dejaría pasar en limpio e inició un sermón sobre la puntualidad y la responsabilidad que debíamos tener los estudiantes, en especial, aquellos que tenían la condición de becados. Estocada directa al pecho.

Podía sentir las miradas burlonas de mis compañeros sobre mí, aun así, me obligué a caminar con rapidez hacia el primer puesto vacío que encontré, haciéndoles creer que no me importaba lo que creían o hablaban de mí, pero la verdad era que sí me afectaba, al punto de sentirme totalmente desconcentrada durante la clase.

Apreté el lápiz con tanta fuerza que lo sentí crujir; no era fácil ser una becada en una universidad de renombre, pero no podía dejar que un puñado de niños mimados me rebajaran, no cuando yo estudiaba y me esforzaba más que nadie para mantener mi excelente promedio. ¡No podía!

«Calma, Issy. Solo faltan dos años más y serás libre», me recordé.

Tiempo después, la tortura del profesor terminó y por fin fui libre de comerme mis dos galletas. Eso levantó un poco mi ánimo y me daría la fuerza para aguantar hasta la una de la tarde.

—Solo espero que Lucia y Miranda me tengan algo para comer cuando llegue —me dije, soltando un suspiro.

Casi babeé al imaginarme la deliciosa comida que servían en el restaurante donde laboraba media jornada. Trabajar y estudiar no era sencillo, pero ya que la beca solo cubría mis gastos universitarios, había tenido que resolver por mi cuenta. Obviamente, mi papá había tratado de convencerme de aceptar su ayuda, pero con veinte años, no me pareció correcto y ya me había adaptado a mi ajetreado estilo de vida. Además, las propinas que ganaba en el restaurante eran buenas, me ayudaban muchísimo y hasta podía mimarme un poquito si me planificaba bien.

21 preguntas para enamorarseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora