Sesión número 4

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Victor Benoist

Lo que más me gustaba en el mundo era dibujar. Plasmar una idea que aparecía en mi cabeza sobre un pliego o en la computadora, y luego verla edificada era... No tenía palabras para describirlo.

Algunas personas pensaban que mi padre me había impuesto la arquitectura como profesión, después de todo, de eso se trataba el negocio familiar, pero la verdad era que yo amaba mi trabajo, porque tomar las diferentes concepciones de los clientes y volverlas realidad era sublime. La arquitectura realzaba mi espíritu y si las personas dejaban que mi imaginación volara libre pues... solo el cielo podría limitarme.

Desde luego, los proyectos principales que llevaba nuestra empresa eran grandes. Edificios de oficinas, centros comerciales, lujosos hoteles; pero de vez en cuando me gustaba involucrarme con pequeños proyectos como una casa sencilla. Crear desde cero la materialización de los sueños de una persona también era regocijante, y eso era lo que estaba haciendo en ese instante.

Nadie dentro de la empresa sabía que yo tomaba algunas de esas solicitudes, solo mi asistente. Ella era quien me los traía desde el departamento encargado y luego llevaba los planos terminados sin especificar quien los había realizado. Sonreí al tachar un ítem más de la lista de deseos; ¿quién creería que el director de la sucursal estaría haciendo trazos, para diseñar el hogar soñado de una sencilla pareja de recién casados? Nadie, por supuesto, y debía mantenerse de esa forma.

El sonido lejano de la puerta me hizo salir de mi trance creativo. Levanté la mirada hastiada, justo cuando Elliot abría la puerta de golpe. El maldito entró como perro por su casa mientras lanzaba un saludo que aturdió mis oídos. Me quité los lentes y los arrojé sobre la mesa de diseño, ¡el idiota había matado a mi musa!

—¿Qué mierdas haces aquí? ¿Por qué Hope te dejó pasar?

—Suavízame el tono de tu voz —resoplé. Iba a tener que hablar con la recepcionista para que me avisara con antelación de las visitas no planificadas de mi "mejor" amigo. Por lo menos así tendría tiempo de esconderme.

—Al grano, Elliot.

—Hope sabe muy bien que puedo pasar a visitarte cuando se me antoje. —Me pasó de largo y se sentó en mi silla giratoria. Era un confianzudo de mierda—. Por cierto, ¿has notado lo linda que se ve embarazada?

—¿Debo advertirle de algún fetiche oculto que tengas? —Él soltó una carcajada en respuesta.

Conocía a Elliot y Derek Brown desde niños, por eso, prácticamente éramos como hermanos, a pesar de que el segundo era mayor que nosotros por tres años. Incluso, desde que me había mudado a Besana para tomar las riendas de nuestra sucursal, año y medio atrás, los Brown se la pasaban más tiempo en mi apartamento que en el suyo y disponían de él como mejor les parecía. Podría quejarme y mandarlos a la mierda, pero sería una pérdida de tiempo y saliva. Además, debía aceptar que, a pesar de todos sus defectos, confiaba en ellos con mi vida. Por supuesto, jamás lo escucharían de mi boca, pues prefería tragarme un cactus con todo y espinas.

—Me extrañó no verte en el restaurante y me preocupé por ti, por eso vine.

Resoplé; ese cuatro ojos era un maldito espía que mi madre usaba para saber si estaba alimentándome como era debido. Había tenido un episodio de descompensación hace poco más de un mes porque estaba sobre esforzándome en el trabajo y... como que había estado viviendo de galletas, pero en mi defensa podía decir que no había tenido tiempo para salir de la empresa a comer y mucho menos para cocinar. Sí, un susto grande, pero había sido un episodio aislado, ¡por favor! Era un hombre maduro de veintiocho años, sabía cuidarme solo y no necesitaba una maldita niñera, mucho menos una que me jodiera tanto como Elliot Brown.

21 preguntas para enamorarseDonde viven las historias. Descúbrelo ahora