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La excursión comienza temprano, papá me despide con un beso en la mejilla y me desea una feliz jornada. Supongo que él sabe de todo esto porque ni siquiera me pregunta a dónde o con quién voy.

Tomás me espera en la camioneta, su madre me saluda y nos sonríe, nos da una bolsa con comida para el camino. También creo que ella sabe a dónde vamos, así que estamos listos y preparados.

Siento mucha emoción, y sé que él se siente igual. Nos miramos, sonreímos y partimos. Durante el camino él me comenta que habló con su madre y que las cosas fueron mejor de lo que esperaba, que sentía mucha paz ya que su mamá le había perdonado.

Quiero saber más, pero no pregunto porque ya llegamos a destino. Las florecitas de María es un lugar por el que he pasado muchas veces, pero nunca me he percatado de su existencia. Ni sé qué es. Tomás tampoco.

Desde afuera, se ve como un castillo antiguo, está bien cuidado, pero se nota el paso de los años en las paredes y la pintura. Ingresamos, nos presentamos y pedimos hablar con Sor Marcela, nos guían hasta un espacio donde ella nos recibe.

—¡Ustedes deben ser Tomás y Sol! —exclama con entusiasmo. Es joven y enérgica, su cuerpo es robusto y es mucho más alta que nosotros dos—. ¡Eres idéntica a tu madre! —dice y aprieta mis cachetes como si yo tuviera ocho años y ella fuera la tía que aparece en Navidad—. Siento mucho su pérdida, pero Dios estará feliz con ella cerca —agrega.

No me cae mal su comentario, se siente como si lo dijera de corazón.

—¡Síganme! —dice y lo hacemos.

Me gustaría entender a dónde vamos o qué haremos aquí, pero ninguno de los dos lo sabe y la monja no ha dado explicaciones. Por el camino a donde sea que vayamos me cuenta que mamá solía venir a menudo y que era una gran colaboradora, que todos la extrañarán por allí.

Me pregunto qué más cosas no sabía yo de mi madre, pero no exteriorizo aquella pregunta. Salimos a lo que parece un patio donde muchos chicos corren de un lado para el otro. Caminamos hasta una cancha de arena donde otro grupo de niños juega al futbol. Sor Marcela saca un silbato que trae por el cuello y hace un sonido agudo con él.

—¡Niños! ¡Niñas! —los llama.

Todos los niños corren hacia donde estamos. Sin que me dé cuenta, algunos ya nos están abrazando.

—Ellos son nuestros nuevos amigos, Tomás y Sol, saluden.

—¡Hola, Tomás! ¡Hola, Sol! —gritan al unísono.

Nosotros respondemos con un saludo de mano.

—Han venido a pasar el día con ustedes y a jugar —dice la monja—. Sol es hija de la tía Milagros que como ya les contamos, ha ido a vivir con Jesús, así que espero que se porten bien y sean educados con nuestros amigos —añade.

—¿Quieren jugar al futbol con nosotros? —Nos pregunta un niño.

—Tú puedes ser de mi equipo —me dice una niña con dos trenzas largas hasta la cintura.

—Y tú del mío —añade el niño que habló primero, mirando a Tomás.

Ni siquiera tenemos oportunidad de decir algo, los equipos del niño y la niña nos envuelven y nos empujan hasta la cancha. Tomás y yo sonreímos, los dos sabemos que no jugamos un partido de fútbol desde hace muchos años, pero ambos deseamos hacerlo.

El silbato suena en algún lado, y sin mucho preámbulo, el juego comienza. Apenas logro identificar a quienes son de mi equipo. Tomás no lo hace y en dos ocasiones le da la pelota a chicos de mi equipo, así que sus compañeros le gritan para que atienda más. Un rato después, estamos en sintonía con nuestros equipos y el partido comienza a ser divertido.

Hagamos un tratoWhere stories live. Discover now