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Llegamos al planetario, pero todo parece cerrado. Son las ocho en punto y me pregunto si habremos llegado tarde. Un señor canoso y de barba larga se encuentra en la entrada, nos miramos y sabemos que es el indicado.

—¿Jacinto? —pregunta Tomás.

—El mismo, ¿en qué les ayudo? —responde él.

—Bueno... queríamos entrar... —dice él.

—No, señor. Lo siento, ya está cerrado a estas horas —añade.

—Somos... su misión —digo yo cuando recuerdo la carta de mamá.

—¿Son Sol y Tomás? —inquiere el anciano y los ojos se le iluminan.

—Sí... los mismos —digo y él sonríe.

—Hubieran empezado por allí. Síganme.

Lo hacemos y nos lleva a una puerta trasera que dice que se permite la entrada solo a empleados. Enciende una linterna y caminamos en la penumbra. Llegamos hasta una puerta grande de cristal que dice «Observatorio». Antes de abrirla, el hombre nos dice que le esperemos allí y regresa a los pocos minutos con una manta y dos almohadas. Entonces abre la puerta.

—Bueno, la señora Milagros me pidió este favor. Yo le debía uno muy grande, ya que ella me salvó la vida una vez —comenta—, fue cuando mi casa se quemó por completo, hace unos veinte años, ella me regaló ropa para mis hijos y dinero para poder darles de comer a mi familia.

—¿Mi madre hizo eso? —pregunto y él sonríe.

—Sí... y nunca lo olvidé. Además, tu padre me consiguió este trabajo, y por eso, cuando hace unos cuantos meses la señora vino para pedirme este favor, no lo dudé.

—¿No lo estamos poniendo en riesgo? —inquiere Tomás.

—No, no se preocupen. Lo único que tienen que hacer es quedarse aquí dentro y no tocar nada. Les he preparado estas mantas por si tienen frío y para que estén cómodos. No pueden encender las luces, solo manténganse allí en el medio —dijo señalándonos un lugar—, no los molestaré, pero a las cuatro de la mañana vendré a despertarles si es que están durmiendo, porque deben salir antes de las cinco, que hacemos cambio de guardia.

—Okey... —digo confusa, todavía no sé qué se supone que hagamos aquí.

—Pueden encender las linternas de su celular —dice Jacinto—, si necesitan algo de luz —añade.

—Bien...

—Y si necesitan algo, les dejo mi número, me mandan un mensaje y yo veré qué puedo hacer.

Tomás anota en su celular el número de Jacinto y yo ingreso al sitio. Un rato después, oigo que la puerta se cierra y veo a Tomás entrar con las mantas.

Es un salón redondeado con nada adentro salvo unas cuantas sillas apiladas por una de las paredes. Nos ponemos en el medio y extendemos una de las mantas, colocamos las almohadas una al lado de la otra y nos sentamos. Entonces, escuchamos un ruido en el techo y vemos cómo el mismo se va corriendo para dejar paso a un cielo oscuro cargado de miles de estrellas.

—¡Wow! —exclamo.

—Hermoso... —dice Tomás.

Nos dejamos caer sobre las almohadas y observamos anonadados por un buen rato, sin hablar, casi hasta sin respirar, dejándonos envolver por la magia de esta noche.

—¿Cuándo fue la última vez que miraste a las estrella? —inquiere él en un susurro.

—El día de tu cumpleaños, el año pasado —respondo con sinceridad—. Las miré desde mi ventana, me pregunté dónde estarías, qué estarías haciendo y si serías feliz...

Hagamos un tratoWhere stories live. Discover now