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La hora de abrir el cuarto sobre ha llegado, ni Tomás ni yo estamos muy cómodos, no sé muy bien por qué, pero las cosas se sienten tensas entre nosotros últimamente. Noto esquivo a Tomás, y eso me pone nerviosa.

Él saca el papel dentro del sobre blanco con el número 4 y me lo pasa.

«Sol y Tomy:

Espero que estén muy bien, me gustaría poder hacer magia y ver el futuro para saber si mi plan está surtiendo el efecto que espero. Sí, debo admitirlo, cada vez que alguien planea algo tiene en su mente un final esperado, ¿no? Bueno, pues yo también tengo el mío, pero no se los diré, pues no quiero afectar a los resultados de lo que sea que ustedes están experimentando.

Sol, espero que ya estés mejor, que no estés llorando mucho por mi ausencia, te soy sincera, hija: no quiero que lo hagas. Es decir, sí, lo necesario, pero no quiero que te estanques en eso demasiado tiempo. Hay mucha vida por vivir, cariño, y tú tienes que seguir...

Bueno, vamos a la tarea del día de hoy. No es nada complicada, solo tienen que pensar en algo que les de miedo... no hablo de internarse un bosque de arañas gigantes, algo más sencillo... una montaña rusa, una película de terror... algo sencillo, pero que en cierto modo les produzca un poco de miedo.

Háganlo... Y cuando lo acaben, abran el sobre rosado número 4.

Los quiero, mis chicos».

Nos miramos a los ojos y no tardamos ni un solo segundo en decidirlo. Lo decimos al unísono.

—¡La casa del terror de la feria del prado!

Nos echamos a reír luego de haberlo dicho. Esa es una atracción en una de las ferias locales, no queda muy cerca de mi casa, por lo que cuando éramos pequeños, ir de paseo a la feria era una excursión más que esperada. Solíamos hacerlo una vez al mes o una vez cada dos meses, Tomás y yo siempre íbamos juntos, ya sea que nos lleve su madre o la mía.

Una vez allí, comenzábamos a pasear por todas las atracciones, subíamos a la rueda, tirábamos al blanco, subíamos al carrusel y comíamos manzanas acarameladas. Y cada vez que íbamos nos jurábamos que entraríamos a la casa del terror, pero nunca lo hacíamos. Fingíamos estar ya demasiado cansados o tener mucha hambre, y así lo dejábamos para la próxima vez. Pero volvía a suceder lo mismo, y así nunca entramos a dicha atracción.

Ni a Tomás ni a mí nos gustaba la casa del terror, nuestros amigos decían que al entrar había muertos vivientes que salían a tocarte, que te tiraban telarañas y líquidos viscosos, cosas de niños que nosotros creíamos ciegamente.

Nos levantamos sin pensarlo, yo tomo mi bolso y él las llaves de su camioneta y salimos de la casa casi corriendo. Apenas me da tiempo de avisarle a papá que llegaré tarde.

Subimos a la camioneta casi tan extasiados como cuando éramos niños, reímos e imaginamos lo que nos espera por allá y por un minuto las tensiones desaparecen.

—Hace años que no vamos —dice Tomás.

—Años que no hacemos muchas cosas —respondo y él asiente.

—Sí... ¿Crees que esté igual? —inquiere no dándole importancia a lo que yo dije.

—Ni idea, espero que sí.

Cuando llegamos, bajamos y vamos hasta la boletería. Tomás compra dos boletos e ingresamos. Me pongo a saltitear y a corretear como si fuera una niña, él me sigue y me toma de la mano. Sabemos a dónde iremos primero, subimos al carrusel, yo a un caballo blanco y él en el negro que está al lado.

—¡Soy una princesa! —digo y hago gestos como si en realidad estuviera cabalgando.

—¿Puedo ser tu príncipe? —pregunta él.

Hagamos un tratoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora