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La magia sucedió esa primera noche, nos mantuvimos despiertos hasta las cuatro de la mañana, hablando de todo un poco, de cosas importantes como nuestras carreras y de cosas banales, como cómo cambiaron nuestros gustos por algunas comidas, incluso de cosas divertidas, como intentar contar las estrellas. A las cuatro de la mañana, Jacinto nos vino a buscar, y nosotros salimos del observatorio, y creo que llevamos con nosotros muchas de esas estrellas.

Ya ha pasado un mes de aquel día, y todos los días han sido igual de mágicos. No tiene mucha lógica, si le contara esta historia a alguna amiga que me ha visto sufrir por él casi cinco años atrás, me diría que estoy completamente loca, pero lo cierto es que no me quedan esas amigas, se fueron con el tiempo y con los problemas de la vida. En este momento no soy muy sociable, quizás en parte porque he tardado mucho en cerrarme a todos y a todo, pero tengo que ser sincera, disfruto de que nadie me diga que lo que estoy haciendo está mal.

El único que podría decírmelo es mi padre, pero a él parece darle lo mismo. Sigue sumido en su tristeza y luchando con su propio duelo, he intentado de todo para que vaya a un grupo de apoyo al cual le han invitado, pero parece no encontrar motivación para hacerlo. Lo único que me queda es ocupar mi tiempo en estar con él, compartir momentos y recuerdos. Y darle tiempo, darle el tiempo que necesita para sanar su corazón.

Tomás y yo hemos vivido un mes intenso, anclados en el presente, en cada uno de los días que hemos compartido. Por las mañanas, se aparece en mi ventana y me pide permiso para pasar, incluso cuando ya he vuelto a dejarla abierta, para que entre como antes.

Nuestras actividades son variadas y depende de nuestro estado de ánimo y obligaciones. Hay días que vemos muchas películas y comemos palomitas de maíz, otros días, son más productivos, he tenido trabajo y él se ha sentado en mi cama a mirar el techo mientras yo hago diseños en mi computadora. Incluso, hemos tenido que imprimir unas tarjetas de casamiento para una clienta, y él me ha llevado a entregárselas.

Él también ha estado trabajando. Tiene una laptop y desde ella hace algunas cosas a distancia para la universidad para la cual trabaja. Me dijo que se había tomado unos días de vacaciones, pero que seis meses eran más que unos días y que si quería conservar su empleo y su beca —que retomaría el siguiente semestre—, debía ponerse a trabajar. Así que desde hace dos semanas, nuestras mañanas son de trabajo, cada quién en su computadora, pero en la misma habitación, ya sea la mía, la suya o la sala de alguna de nuestras casas. Luego del almuerzo, si no tenemos demasiado trabajo, salimos a trotar, nos hace bien y nos mantiene en forma.

Al llegar, por la tarde, vemos películas, compartimos con nuestros padres o damos una vuelta por la ciudad. A él le gusta ver los cambios que tuvieron lugar durante su ausencia, y a mí me gusta escuchar sobre la ciudad donde vive, cómo es, las costumbres, el clima, su gente.

Los fines de semana, solemos ir al cementerio. Estamos un rato allí conversando cerca de la tumba de mi madre, yo le cuento mis recuerdos y mis últimos momentos a su lado, a veces me dejo ir en mis tristezas y lloro en su pecho, él solo me abraza y me da tiernos besos en la frente y yo me siento mejor, porque por un instante siento que no estoy sola.

Es increíble, ni yo misma me lo creo, pero no hemos hablado del pasado en todo este tiempo. Es como si por un lado, fuéramos los mismos niños que alguna vez fuimos, buscando algo para hacer juntos y pasar el tiempo, sin todos esos problemas de amores que nos surgieron con la adolescencia. Es como volver a empezar, pero a la vez no. Es como si todo fuera nuevo, pero a la vez todo es conocido y cómodo.

Hablé con su madre un par de veces. Me dijo que estaba feliz de tenerlo de regreso en casa, que ella sabía que él regresaría y que seguiría siendo el mismo, o incluso una versión mejorada. Me preguntó si estaba a gusto, si no me sentía incómoda, y me dijo que mi madre le había encargado asegurarse de que yo estuviera bien en todo momento.

Traté de explicárselo a ella.

—Es difícil de explicar, tía. Cuando lo pienso no me parece algo lógico... Es como... si estuviéramos recuperando el tiempo perdido, el tiempo que los dos extrañamos tanto.

—Lo entiendo, corazón —me dijo ella con su sonrisa maternal.

—Es hermoso reencontrarte con alguien y sentir que el tiempo no pasó, que a pesar de los cambios, siguen siendo los mismos.

Tomás no me habló de nada que yo no quisiera, no mostró esas culpas que parecían estar siempre con él, era como si se sintiera liviano y libre. Reía mucho, corría por las calles y hacía algunas locuras que a veces hasta me avergonzaban, era otra vez ese niño feliz que conocí, ese niño que tanto amé.

Y vivimos todo ese mes en el presente, en uno que construíamos día a día, y la vida se volvió intensa, llena de subidas y bajadas. No estábamos todo el tiempo felices, a veces yo caía en la tristeza porque extrañaba a mamá o bien me preocupaba mucho por papá. A veces, Tomy tenía algunos temores relacionados con su trabajo y la posibilidad de perderlo. En otras oportunidades a los dos no entraba un poco de miedo por el futuro que sabíamos incierto o por las cosas que no habíamos resuelto aún, aunque nunca nos dijimos eso, pero yo lo sé, lo sentía. Otras veces los dos llorábamos con la tristeza de mi padre, o reíamos mientras jugábamos algún juego de mesa con su madre. Pero esa intensidad es lo que nos llevó a nuestra esencia, a cuando éramos niños y vivíamos así la vida, con sus intensas subidas y bajadas, pero sujetándonos siempre el uno al otro.

—¿Recuerdas lo que decía la carta sobre como los niños viven el presente? —pregunto y lo observo.

Yo estoy acostada en mi cama y él acaba de entrar por la ventana con la cartulina que dejó mamá. Toca abrir el sobre dos y ambos estamos emocionados.

—Claro —dice él y me sonríe.

—Creo que lo he comprendido, este mes ha sido intenso. Y me ha llevado a recordar nuestra infancia, cuando reíamos y llorábamos y todo nos parecía demasiado fuerte, demasiado grave, demasiado grande, ¿lo recuerdas?

—Claro que lo recuerdo, Sol, recuerdo todo lo que nos envuelve a ti y a mí —susurra.

Yo me quedo en silencio, él hace un gesto y me señala el sobre blanco con el número dos.

—¿Listo? —le pregunto.

—¡Listo! —exclama y entonces lo saco.

«Mis queridos niños, que ya no lo son tanto, espero hayan pasado unos días intensos disfrutando de ese presente tan único que están construyendo, sin recordar el ayer ni pensar en el mañana. A veces cuesta, a todos nos cuesta, pero vale la pena, ¿cierto?

Imaginen que la vida fuera uno de esos juegos que solían jugar en las consolas, y que se trate de juntar monedas o tesoros y quien llega al final de las etapas con más monedas es el que gana. Bueno, vivir el presente y disfrutarlo es ir juntando monedas o tesoros, es ir guardando instantes que llenan el alma. La suma de estos instantes y cómo los has utilizado, hará que tu existencia haya valido la pena...

Hoy iniciamos la segunda tarea, para ello, lo que deberán hacer es confiar, confiar en mí y en la señorita Marlene a quien deben ir a visitar un martes o miércoles de diez a catorce en la calle 57 del barrio sur. Prepárense para disfrutar y no se olviden de llevar la carta dos que está en el sobre rosa para abrirlo por la noche».

La carta no dice nada más, y nos golpeamos la frente al darnos cuenta de que es jueves. Tocará esperar muchos días para saber de qué se trata esto y aunque ambos tiramos ideas absurdas intentando adivinar, sabemos que no lo haremos. No queda más que esperar con ansias unos días más.

 No queda más que esperar con ansias unos días más

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