EXTRA II

11.5K 1.2K 376
                                    

Podía escucharlo.

Como pisadas en ese solitario pasillo, volviéndose más fuertes sin acercarse, incapaces de superar la barrera de la distancia al mantenerse siempre junto a su dueño. Un ritmo perfecto, como las líneas en su traje y los copos de nieve antes de llegar al suelo. El frío no encontraba entrada ni permiso para colarse en esa recepción, donde ambos esperaban la llegada de alguien distinto.

Sin embargo, cierto ruido le molestaba, y por desgracia no había nadie dispuesto a callar ese sonido, porque nadie más lo escuchaba.

Solo había una forma de desaparecer ese desesperante golpeteo del tiempo, y era llenando el resto del silencio. Sacó una moneda de su bolsillo, y comenzó.

Siguió el ritmo de su molestia, del enemigo que lo irritaba tanto para que alguien más comprendiera su desesperación. Y pronto, quizás demasiado, la presión decidió complacerlo.

—¿Podrías dejar de hacer eso? —pidió el hombre mientras se ajustaba el cuello de la gabardina, mirando su reflejo por la ventana.

—¿Eres tan susceptible al paso del tiempo? —se preguntó a sí mismo, pero su acompañante logró escucharlo.

—No es a mí a quien le desespera el ritmo del reloj.

—Es porque tú tienes suerte, para mí escucharlo es sinónimo de muerte.

El hombre de pie junto a la ventana, con un suspiro procedió a quitarse el reloj de la muñeca, no sin antes comprobar esa locura, no comprendía cómo es que a ese hombre podía molestarle algo que él ni siquiera escuchaba. Lo guardó en el bolsillo de su traje, bajo el abrigo para que aquello fuese suficiente, y recibió un aliviado agradecimiento cuando arribó el preciado silencio, uno que ahora debía llenarse, era una necesidad humana hacerlo.

—¿Vas a esperarlo todo el día? Nadie sabe cuándo volverá —dijo el dueño del reloj.

—"Nadie" es una expresión tan exhaustiva... —explicó mientras jugaba con la moneda, que ahora bailaba entre sus dedos—. Por otra parte, creí que el mundo no sería capaz de verte hoy.

—Siempre sabes demasiado, eso raya en la violación de la privacidad —respondió el azabache sin desprender su vista de la ventana.

—Como si eso fuera un secreto —se burló el otro con una sonrisa—. Vendrán por ti, ¿no es cierto?

—Es su cumpleaños, es lo menos que podía hacer —murmuró dejando las manos en sus bolsillos—. ¿Cómo ha estado tu esposa?

—Mejor que antes, peor que otros días. Mañana es nuestro aniversario, si la mensajería no me mata, ella lo hará.

Ambos rieron ante esa elección de palabras, una broma agridulce que ambos podían tolerar, un mal gusto compartido, aunque pocas veces se llevaban tan bien. Entre ellos había más riñas que entendidos, más desconfianza que placer. Pero nadie elige con quién trabaja, y mucho menos lo que el otro tenga el deber de hacer. El silencio no fue muy prolongado, a veces decidían aniquilarlo con una nueva descarga de frustración, aunque jamás alzaban la voz. Discutían como los desalmados caballeros que eran, tan fríos como crueles, pero siempre más humanos que pecadores.

—Alexander... no tendrías que correr ese peligro si dejaras de trabajar para él —dijo el dueño del reloj cuando las risas cesaron y su segundero revivió.

—¿Preferirías que trabajara para ti? —preguntó alzando una de sus cejas, sonriente, con esos ojos ocultando la satisfacción que provocaba esa duda en la mirada ajena— Los dos sabemos que no se detendrá hasta tener el completo control de todo. Yo prefiero estar ahí, como el fiel perro que lo ayudará a tomar las riendas de esta ciudad que tanto aborrece.

—Tu ambición te condenará tanto como lo hace él.

—No más que tú al desafiarlo, y lo sabes. Siempre me he preguntado, ¿por qué te empeñas en hacerle frente cuando sabes que él no tiene absolutamente nada que perder? —le recordó, examinando esa mirada azul que había tensado la mandíbula—. Tú lo tienes todo, deberías salir antes de que sea tarde.

—Y lo haré. ¿Pero por qué tú no puedes hacer lo mismo?

—Porque a diferencia de ti, yo no quiero hacerlo —confesó en voz baja, con una sonrisa que cayó en lo siniestro—. Ya llegaron por ti.

El hombre lo miró confundido, y antes de que la duda saliera de sus labios, la puerta de un auto se abrió con demasiada prisa para un adulto, pero tocaron en la entrada con demasiada cortesía para tratarse de un niño. Sin embargo... lo era.

El hombre de gabardina recibió al frío con un abrazo en el que pronto se refugió su hijo, un niño muy pequeño, de mejillas rosadas por la inclemencia del invierno. Sus enormes ojos azules no miraban a nadie más, estaba tan concentrado en la sonrisa de su padre, que el hombre de la moneda estuvo a punto de sonreír.

Una bella mujer llegó por fin tras el niño, abrigada hasta el cuello de un azul que no necesitaba ceñirse a ninguna parte. Su presencia, su postura, su sonrisa que en ningún momento pretendía seducir a nadie más que al hombre que tenía frente a ella. Un corto saludo, un beso y una mirada que no tuvo tiempo de posarse sobre el hombre que los observaba en silencio. Volvió al auto a petición de un preocupado esposo que no podía mirar la posibilidad de que ella enfermase por el frío, y trató de que el niño hiciera lo mismo, pero él se negó a desprenderse de su abrazo, tan pequeño que bien podía pasar desapercibido si se quedaba quieto. Su cabello superaba el negro de la gabardina, tan oscuro que convertía sus ojos en unos increíbles luceros.

Él sí había prestado atención, y miró al hombre con entusiasmo, esperando el mismo truco de siempre. Ese que pocas veces veía, pues la suerte para encontrarse con ese señor era mística. Quizá solo había visto el truco dos... o con suerte, tres veces. Pero con cinco años, era una maravilla incluso si lo miraba diez.

La moneda bailó entre los dedos del hombre, y fue lanzada al aire con elegancia, con el simple movimiento del pulgar enfundado en sus habituales guantes negros, para desaparecer a mitad del recorrido. El niño jamás la veía caer, porque nunca lo hacía. Y fruncía el entrecejo intrigado, para después sonreír, sin pedir que lo hiciera otra vez.

—Dile adiós al señor Pierce, Magnus —dijo su padre cuando la pequeña función terminó.

El niño extendía la mano, con más intriga que interés, y se despedía agitándola antes de esconderse en brazos de su padre otra vez.

—Feliz cumpleaños, Magnus —dijo con una sonrisa el señor Pierce, devolviendo el gesto para despedirlos a ambos—. Diviértete con papá.

Marcus Byron lo miró una última vez, a sabiendas de que su rostro no volvería a asomarse por ese lugar unos largos meses, y si tenía suerte, años. Lo último que quería era volver a esas paredes llenas de secretos.

Pronto desapareció en las calles cubiertas por la nieve que calaba hasta los huesos, y Pierce cerró la puerta mientras aún jugaba con la moneda. Esperaba paciente la llegada del único hombre al que le permitía llamarle Hermes, pero al parecer, el destino no estaba a su favor.

Del pasillo principal, un hombre apareció.

—Señor Pierce, los Harvey lo están esperando.

[Proximamente]

[Proximamente]

Oops! This image does not follow our content guidelines. To continue publishing, please remove it or upload a different image.


M. Byron [The Teacher] - ¡Disponible en físico!Where stories live. Discover now