34 | Efectos colaterales

33.2K 4.6K 8.2K
                                    

34 | Efectos colaterales

Alex

—Hora de levantarse, tío. Ya casi es la hora de comer.

De pronto, alguien descorre las cortinas y mi habitación, que estaba sumida en penumbras, se llena de claridad. Emito un quejido y me cubro con las sábanas hasta la coronilla. Me pesan los músculos y me duele tanto la cabeza que empieza a ser insoportable. Ayer no fue un buen día. Sinceramente, fue un día de mierda.

Pero el anterior fue aún peor.

—Estoy hablando en serio, Alex. Muévete. —Intento resistirme, pero me arrebatan la sábana de las manos. Cuando abro los ojos, la luz me ciega. Pestañeo varias veces hasta que logro enfocar el rostro de Mason, que me observa con preocupación.

Al otro lado del cuarto, Finn suelta un silbido.

—Joder, tío. No te ofendas, pero hueles a podrido.

¿Qué diablos hacen aquí? Me paso las manos por la cara, frustrado, y resoplo.

—Largaos. —Mi voz está ronca.

La cabeza me va a estallar. Me he pasado toda la noche lloriqueando y auto compadeciéndome como un crío. He asumido que, a estas alturas, no sirvo para nada más. He construido un refugio entre estas cuatro paredes y no quiero enfrentarme al mundo exterior todavía.

Sin embargo, mis amigos no van a dejar que me rinda tan fácilmente. Mason suspira y me da un empujón.

—Vamos, levántate.

Su insistencia me habría puesto de mal humor en cualquier otro momento, pero ahora mismo no tengo fuerzas para discutir. Me incorporo con desgana y me restriego los ojos antes de revisar la habitación. Veo a Finn, más serio que de costumbre, sentado a los pies de la cama. Pero sigo subiendo y, cuando mi mirada se encuentra con el piano que hay pintado en la pared, entiendo que esto ha sido una mala idea.

Odio que algo que antes me traía recuerdos de mamá ahora solo me recuerde a ella. El corazón me salta dolorosamente dentro del pecho y, como si no hubiera tenido suficiente, se rompe en trozos aún más pequeños. Ojalá pudiera sacármelo del cuerpo y romperlo con un martillo. Haría cualquier cosa con tal de dejar de sentirme así.

No lo aguanto más y me siento de espaldas al piano. Si no me recordase a mamá, lo taparía con una capa de pintura. ¿De quién diablos fue la idea de dejar que Holland lo tocase? Ahora que lo pienso, no tenía ningún derecho.

—¿Qué hacéis aquí? —les pregunto. Sea lo que sea, seguro que puede esperar.

—Sabemos que no estás de humor —responde Mason—. Por eso hemos venido.

—De hecho, también vinimos ayer, pero Blake no nos dejó pasar. Creíamos que éramos justo lo que necesitabas —añade Finn.

—Evidentemente, ella no estaba de acuerdo.

—Pero ahora estamos aquí otra vez —continúa Mason, mirándome a los ojos—, porque nadie sabe qué es lo que necesitas.

Se me forma un nudo en la garganta. «A ella. La necesito a ella».

Anoche me deshice de todo lo que me recordaba a Holland porque sabía que, de otra forma, me habría vuelto loco. Eché a lavar las sábanas de mi cama el día que se fue porque, aunque suene tonto, estaba convencido de que olían a ella. Hice lo mismo con mi ropa. También hice trizas mi cuaderno y todas las canciones sueltas que había escrito sobre ella. No me importó perderlas. De hecho, no quiero que nadie las escuche jamás.

Forman parte de una mentira.

Ojalá nunca se las hubiera enseñado a mis amigos.

—No necesito nada. Estoy bien. —La mentira me deja la garganta en carne viva.

Cántame al oído | EN LIBRERÍASWhere stories live. Discover now