19. Mamá, papá, soy gay

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Vivir alejados de la urbanización tenía sus ventajas y desventajas.

Como ventajas, no teníamos vecinos molestos, nuestro jardín era enorme y literalmente podíamos salir a jugar un partido de fútbol o poner música a toda potencia a las tres de la mañana si nos apetecía.

Claro que no lo hacíamos, porque mamá y papá no eran del tipo de personas que solían montarse fiestas en la madrugada. Quizá fuera la edad, o quizá fuera que los dos preferían más el silencio.

Lo máximo que llegaban a celebrar eran los cumpleaños en familia o navidad y año nuevo, cuando armábamos una mesa en el jardín trasero, yo jugaba con Lola y ellos bebían cerveza mientras hablaban de la última noticia que se enteraron gracias a un hilo de twitter.

Que si Nick Jonas necesitaba superar a Miley Cyrus o si Armie Hammer era caníbal.

Pero no todo era de color de rosa.

Una de las desventajas de vivir aquí era que nadie quería salir a comprar algo de último momento, porque las tiendas estaban a cinco minutos en el auto. O a veinte a pie. Así que debíamos organizarnos una vez al mes para ir todos juntos al hipermercado y abastecer nuestra alacena como si fuéramos a enfrentar el apocalipsis zombie.

Cuando regresamos a casa el siguiente fin de semana no sólo estábamos cansados por pasar toda la tarde recorriendo góndolas y llenando el carro con mercadería, sino también empapados por la lluvia que nos tomó por sorpresa en el estacionamiento.

—Andy, ábrenos la cerca.

Levanté la cabeza de mi teléfono y miré hacia el frente. Primero, al reflejo de los ojos de mamá en el espejo retrovisor. Después, al parabrisa. Las gotas se estampaban con fuerza contra el cristal y papá debía encender el limpiaparabrisas de tanto en tanto para que la vista no fuera borrosa.

Frente a nosotros se cernía nuestra casa. La cerca estaba cerrada y en el frente el otrora suelo de césped y tierra ahora era lodo y charcos de agua.

Suspiré, apagué el teléfono y lo guardé en el bolsillo de mi abrigo. Salí del auto y me eché encima la capucha de la chaqueta antes de acercarme a la cerca dando saltos sobre el irregular camino de piedra. Metí la llave y empujé la cerca para abrirla por completo y aguardé a que el auto entrara para volver a cerrarla.

Papá acomodó el auto bajo el espacio techado que estaba junto a la casa y me acerqué para ayudar a vaciar el baúl mientras los árboles se mecían con fuerza alrededor. Lola saltó a recibirme apenas mamá abrió la puerta y casi me hizo caer con el paquete de los refrescos.

Mi teléfono comenzó a vibrar cuando terminamos de acomodar todo en la alacena y lo saqué del bolsillo de mi abrigo mientras mamá y papá se desmoronaban en las sillas de la cocina.

Le eché una mirada preocupada a papá cuando lo vi hacer una pequeña mueca de dolor.

—¿Estás bien? —le pregunté con la mirada fija en su pierna.

Cuando era más pequeña, como a los seis o siete años, papá tuvo un accidente de tráfico y acabó en urgencias, y luego al quirófano. Él me dijo que le colocaron tornillos en la rodilla o una cosa así.

Luego de eso mamá se descompuso del estrés y, no sé cómo, los dos llegaron a la conclusión de que vivir en la ciudad era una mierda. Y así fue como acabamos absolutamente aislados de todo contacto con la urbe.

Al día de hoy su problema con la pierna no era un gran inconveniente, salvo en los días con mucha humedad, cuando comenzaba a dolerle.

Él hizo un gesto con la mano para restarle importancia al asunto y mamá le pasó un vaso con agua fría.

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