2. Hay que pegarle

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Esta vez sí entré a la casa de Charlie. Me quedaba poco más de una hora de sueño, pero al menos tenía un pequeño fajo de billetes en el bolsillo trasero de mi pantalón.

Llamé a su ventana con una piedra y ella bajó para abrirme en la puerta.

Casi no se movió cuando pasé a su lado para entrar. Sus ojos estaban entrecerrados, su cabello rosa completamente desordenado y aún se notaban las marcas de la almohada en su mejilla.

—Hueles a pollo frito —me saludó.

Lo dijo tan bajo que por un momento creí que había escuchado mal. La vi cerrar con llave la puerta y luego rascarse la cabeza antes de retomar su camino hacia su propio cuarto.

Tironeé de la manga de mi camiseta y olfateé.

Puede que sí oliera a pollo frito.

Subimos las escaleras en silencio hasta su habitación. Su casa era lo suficientemente grande como para dar un poco de miedo en la noche. Por alguna razón me recordaba a ese episodio de Pucca en el que Garu se quedaba encerrado en una casa con muchos cuartos y de vez en cuando veía la silueta de alguien.

No sé si alguno de ustedes la recuerda, pero estoy segura de que esa maldita no era Pucca.

Dormí lo mejor que se puede en sólo una hora: nada, básicamente. Recordaba haberme echado en su cama y cerrar los ojos. Dos segundos después ya era de día, habían pájaros molestando junto a la ventana y alguien anunciaba las siete en punto en la radio.

Abrí los ojos y me aferré con fuerza a la manta.

Charlie estaba sentada en el borde de la cama. Las luces estaban apagadas, pero el sol que entraba por la ventana iluminaba todo el cuarto.

Se quitó la camiseta con la que durmió y tomó una limpia que había dejado junto a ella. Tenía el cabello lo suficientemente largo como para cubrirle una parte de la espalda, pero aún se veían los lunares de la parte baja.

Los observé con curiosidad un momento, pero la culpa llegó demasiado rápido y acabé apartando la mirada.

—No quiero ir —murmuré.

Ella se bajó la camiseta y me miró por encima de su hombro. Ya se había lavado la cara y puesto maquillaje. Me pregunté hace cuánto que estaba despierta.

—¿Y qué vas a hacer? —me preguntó. Se inclinó hacia mí y tironeó de mis mantas. Su cabello me hizo cosquillas cuando rozó mi rostro—. Báñate. Hueles a comida.

Miré al techo y suspiré.

Tenía que ir.

—Préstame ropa —le pedí.

Me había dormido con el uniforme puesto y no quería volver a ponerme el pantalón de ayer.

—No.

—Y una mochila —continué. fui con un bolso muy pequeño al trabajo—. Y hojas. Y una boli. Hace un poco de frío ¿Me das también  una sudadera?

Ella se quedó mirándome como si acabara de pedirle que asesinara a mi primogénito. No se podía creer lo irresponsable que era.

—Recuerda que te quiero —agregué para tener un poco de consideración.

—Pues yo no.

Ella tomó una almohada de la cama y la estampó contra mi cara. Grité y me escondí bajo las mantas. Creí que seguiría atacándome, pero me dejó estar. Dos minutos después estaba dejándome ropa sobre la cama.

¿Escuchas Girl in Red? | PRONTO EN LIBRERÍASWhere stories live. Discover now