37. Caballo homosexual de las montañas

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Las vacaciones de invierno llegaron más rápido de lo que esperaba y con ellas llegó el el torneo del fin del mundo.

Teníamos un viaje de más de dos días en autobús. Es decir, un grupo de casi cuarenta jugadores amontonados en un sólo vehículo durante dos días enteros.

Sin bañarse.

Yo estaba, de una manera no irónica, demasiado emocionada.

—¿Y has empacado el cepillo de dientes? —me preguntó mamá mientras veíamos a papá pasarle mi equipaje al conductor del autobús—. No quiero que pases toda la semana sin lavarte los dientes, Andrea. Si te has olvidado el cepillo, quiero que te compres uno.

Charlie, parada a su lado, hundió parte de su rostro en la bufanda que llevaba puesta antes de reír.

El viento sacudía con fuerza los árboles que adornaban toda la acera. Eran las siete de la mañana, aún no amanecía y el autobús debía partir en un par de minutos. Habíamos formado un semicírculo alrededor del conductor para entregarle nuestro equipaje y dejar que los guardara en el baúl.

Mamá estaba temblando. Llevaba encima su poncho de invierno y su gorro de lana, mientras Charlie simplemente se había colocado una camiseta y su chaqueta de cuero. Era en momentos como estos que recordaba que sus padres venían de la antigua unión soviética.

—He llevado mi cepillo de dientes, mamá —protesté con molestia.

Esperaba que ninguna de las chicas nos estuviera escuchando mientras subían al autobús.

Mamá tomó mi rostro entre sus manos heladas y dejó un beso igual de frío en mi frente.

—Cuídate.

Apenas me soltó, papá llegó junto a nosotras y besó la coronilla de mi cabeza antes de entregarme un termo de agua hirviendo para el viaje. Lo sostuve entre mis brazos para retener el calor que emanaba y le eché una mirada a Charlie, que saludaba con su mano a Jade, sentado dentro del autobús.

Me aparté de mis padres para acercarme a ella y le di un beso en la mejilla que le hizo prestarme atención. Su nariz y sus mejillas estaban rojas por el frío. Hacía menos de diez grados y ahí estaba ella, con su taza de café en la mano y una descarada bufanda que no le llegaba a cubrir el pecho descubierto por el escote de su camiseta.

—No era necesario que vinieras —dije—. No, me corrijo. No debiste venir con este frío. Y menos si no pensabas abrigarte.

Ella se alzó de hombros.

—No tengo frío, en realidad.

Entrecerré los ojos con desconfianza. Sí, claro, ella decía eso todos los inviernos...

—Pero cada vez que sales conmigo te la pasas temblando —le recordé.

—Y tú me abrazas —respondió, como si allí estuviera la respuesta.

Entonces se inclinó un poco hacia mí, lo suficiente como para que nuestros hombros se tocaran, y eso hice. La abracé para protegerla del frío, aunque ella dijera que no le molestaba. Su piel estaba helada.

—Hija de... —murmuré y me aparté para cerrarle la chaqueta—. Vete a tu casa, santo cielo. Y métete bajo las mantas. Prométeme que te abrigarás bien cuando viajes al norte y que me enviarás muchos mensajes y fotos. —Tomé sus manos entre las mías para calentarlas—. ¿Qué harás cuando te vayas a la universidad? ¿Cómo quieres que me quede tranquila si sales así en invierno?

—Usaré un abrigo si tú me lo compras —sonrió.

—Y encima manipuladora —continué. Ella rio y volví a dejarle un beso, pero esta vez en la punta de la nariz. Levantó el rostro y nuestros labios se rozaron. Mis mejillas hirvieron.

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