Prólogo

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Un año después

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Un año después.

En el campo de soledad me hallaba insalubre, desnudo y desesperado por sentir algo. Aquel algo, suplicaba su nombre a ráfagas de viento, tornados bestiales y lloviznas de primavera.

Su nombre persistía en mi cabeza, me martirizaba, golpeaba mi interior de forma brutal e inhumano. Su fantasmal presencia regresaba y me charlaba cada vez que ingresaba a un bar de aspecto infecto, me sentaba sobre un banco de madera sucio para beber alcohol barato y docenas de mujeres bailaban sobre tubos delgados mientras los hombres satisfechos al ver su danza erótica, formaban una llovizna de dinero sobre ellas.

Samanta me dialogaba con naturalidad, me sonreía y podía sentir su sencillez, aquella calidez que un día me había brindado, sus manos imaginarias rozaban la barra de madera, las bebidas derramadas y fluidos insalubres. Le sonreía a mi ilusión, era mi deseo más íntimo volver a verla, volver a escuchar su sonrisa burlona y sentir sobre mi espalda sus miradas penetrantes, aquellas que me hacían sentir deseado, que me hacían sentir de verdad querido por alguien.

Solo dejaba que mi imaginación fluyera mientras seguía bebiendo litros de vodka en aislamiento, acompañado por la música de fondo que retumbaba por todas las paredes desaseadas del bar nocturno y las peleas estupefactas entre dos clientes alcohólicos se hacía costumbre.

Algunas veces la bebida blanca transitaba por mi garganta como si fuera agua, no quemaba, no ardía al contacto. Comencé a beber sustancias más fuertes, algunas sin nombre, me valía.

Las visiones que poseía sobre Samanta siempre ocurrían en un solo lugar y siempre era muy rutinario. Bebía en exceso, como un desquiciado y desequilibrado encasillado entre cuatro paredes sin escapatoria, su figura celestial se hacía presente ante mis ojos de forma borrosa, podía sentir que me desmayaba, pero lo impedía a toda costa con tal de ver su angelical sonrisa una vez más en la noche. Ella hacia su transformación radical, un demonio embravecido, garras extensas y pesadas rasguñando la mesada y en el proceso, desgarrando mi alma con sus palabras. Me odiaba, me aborrecía por rodo el dolor que le había causado en un solo día y ahora, ella me transmitía su dolor en una sonata serena que se convertía en un chillido agudo, inaudible y causándome sordera.

Todas mis noches eran idénticas, la escena se repetía con frecuencia y no podía dejar de beber, no quería darme el lujo de vivir en paz comprendiendo el dolor desgarrador que le había causado a dos muchachas que nunca tuvieron la culpa. Una de ellas, una hermana que había resurgido de la mentira y el engaño, volviéndose una persona amable, cariñosa, digna de aborrecerme por mis pecados. Cause dolor a una persona que amaba con todo mi ser y que, hasta el día de hoy, no puedo olvidar.

Con tal de que su recuerdo volviera a mi mente, logrando reflejar mi imaginación sobre un banco de madera insalubre, me bastaba. Era mi martirio diario.

No me creía capas de gozar, no podía brindarme aquel lujo, pero mis necesidades eran humanas y por ese motivo, cada vez que la misma mujerzuela de ojos cafés, cabello platinado y enorme delantera se posaba a mi lado, bebía el mismo trago amargo, volteaba discreta hacia mi lado y con un movimiento sutil me señalaba la entrada hacia las habitaciones que se hallaban detrás de una cortina perlada, accedía.

Suplicarás © (2)Where stories live. Discover now