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Anna

Llegué a mi departamento a eso de las seis de la tarde, cansada pero un buen estado de ánimo. Había pasado una semana completa en la cabaña en Dingle, ordené un par de cosas y comencé con algunas remodelaciones que tenía en mente. Así como cambiar la pintura del exterior y botar cosas que sencillamente ya no servían. 

Sentí nostalgia, por supuesto, porque dentro de esas cosas estaban las tazas que alguna vez Harry compró para los dos, estaba la radio, las cartas y la guitarra la cual él tocaba todas las tardes. 

Pero la nostalgia era parte del proceso. 

Ordené las cosas de mi bolso para luego comenzar a preparar mi cena, la cual comí mientras veía un capítulo aleatorio de la serie de "friends". 

Al día siguiente, y vistiendo un lindo vestido veraniego con una chaqueta de mezclilla a juego, salí del departamento para esperar de manera paciente el ascensor. 

Sin embargo, grata fue mi sorpresa cuando me encontré con un rostro conocido dentro de la caja metálica. 

—¿Bajas?— preguntó a lo que yo simplemente asentí. 

Le sonreí por cortesía antes de ingresar y darle la espalda, con la vista fija en los botones, porque tampoco quería ver su perfecto cabello rubio ni lo bien planchada que estaba su camisa celeste. 

—¿Cómo sabes mi nombre?— solté de repente. 

—Todos en el edificio saben tu nombre— respondió a lo que yo me giré. 

—Eso no es cierto. 

—Vale, puede que no— dijo sonriendo— La verdad es que tu vecina, la del 208, si sabe tu nombre. Así que me tomé la pequeña molestia de preguntar por él, espero que no te moleste, Annabelle. 

—No, pero si me molesta no saber el tuyo— dije y entonces él sonríe con la boca cerrada. 

—Paul— responde— Paul Lehner. 

—Es un gusto, Paul— le respondo y entonces las puertas del ascensor se abren— Espero que tengas un lindo día.

—Créeme, ya lo estoy teniendo. 

Me sonrío por última vez antes de pasar por mi lado en dirección al estacionamiento. Entonces me quedé ahí parada como una tonta sin saber cómo reaccionar exactamente, porque él realmente era una de esas personas que llaman la atención en un ascensor. 

Y aún no estaba preparada como para que alguien llame mi atención. 

Traté de no pensar en ello y entonces salí del edificio con la intención de llegar a mi destino. Estaba nerviosa y eso era innegable, pero también estaba ansiosa por lo que se me venía. 

Resulta que asistiría a mi primera sesión de terapia con un psicólogo con bastante prestigio en la ciudad; sabía que era un gran paso, porque a pesar de querer superar mis problemas por mi cuenta, tenía más que claro que la ayuda de un profesional era indispensable. 

Así que, luego de media hora de trayecto, llegué a su consulta y después de un par de preguntas básicas, comencé a soltar todo aquello que me negaba a decir en voz alta. 

Se sintió bien, y sabía que el proceso sería mejor. 



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