Prólogo

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Divagar era pan de cada día. Lo hacía sin querer, desde que tengo memoria. 

A veces estaba en mi habitación, mirando la pared con un detenimiento que llegaba a rozar lo absurdo, con la mente perdida en situaciones que habían sucedido semanas atrás. Años antes, cuando me hallaba en mi salón de clases, mientras la maestra hablaba, no podía apartar los ojos del listón de mi compañera de butaca, observando cómo el pedazo de tela roja se agitaba y creaba ondulaciones a juego con el aire. 

También ocurría en misa, donde me sentía atraída por las tétricas estatuas de cerámica que fulminaban a todo ser viviente, como si les diera asco entrar en contacto con los humanos. 

Si quisieran oír algo más actual, debo confesar que cada que escucho el sonido de las olas estrellándose contra la costa, mi cabeza entre en estado de trance. Era imposible salir de allí, solo me quedaba esperar a que los recuerdos terminaran de hacerme añicos. 

Y siempre descubría que podía seguir rompiéndome. 

Notarás que mi capacidad para irme por las ramas es tal, que al momento de caer en la realidad de golpe, pegué un brinco en mi asiento. 

Me eché un vistazo por el retrovisor. Algunos mechones de mi cabello azabache se deslizaron frente a los lentes de sol que cubrían mis ojos. Los aparté de un manotazo, cuidando que mi leve capa de maquillaje no se arruinara. 

Relamí mis labios pintados de rojo y contuve el aliento. 

No me quedaría en el automóvil. Lo decidí con un efímero ataque de valentía recorriendo mis venas. Suspiré y me obligué a abrir la portezuela izquierda. Apenas mis tacones hicieron contacto con el suelo, sentí un tirón en el estómago. 

Fue como si se hubiera abierto un enorme hueco en la tierra. El mundo entero comenzó a darme vueltas. Apreté los párpados y me apoyé contra el capo del vehículo. Debía concentrarme en las sensaciones, si me permitía experimentar más, el resultado no sería agradable. 

—¿Todo bien, señorita?

Moví mi cuello ligeramente, descubriendo a un anciano con un bastón de madera entre sus dedos que analizaba mi acto. Tenía arrugas en todo el rostro, con cejas pobladas y grisáceas. 

Abrí la boca como un pez, sin saber la verdadera respuesta. 

—Si, todo está bien. El manto de melancolía suele tener ese efecto en mí. 

El hombre frunció el ceño al escuchar mi frase, pero asintió, dudativo, y se volvió para enganchar su codo con el de su esposa. Juntos, con pasos temblorosos, se adentraron a la gran construcción que se alzaba ante nosotros. 

La iglesia de Guadalupe se encontraba repleta de personas, quienes acordaron por tradición usar las prendas de un solo color: Negro. Vislumbré a un grupo de féminas charlando entre ellas, con sombras enmarcando sus lindos colores de piel, y pañuelos bordados limpiando sus mejillas. 

Lloraban. 

Agh, el día era demasiado bello para eso. 

La puerta de madera roja era custodiada por el oficiante del templo, resaltando con sus ropas claras. Era nuevo, comprendí. Un par de niños corretearon junto a él, usando las paredes de piedra gris como escondite de sus padres. 

Mierda. Algo se clavó en mi pecho, intangible, pero capaz de perforar mi alma. 

Me mordí la lengua hasta que sentí el sabor de la sangre bañar mi paladar. Al menos el dolor físico me mantenía sujeta a la cordura. Tuve que aferrarme a la idea de cumplir esa promesa para cruzar la calle. 

Las hierbas más altas del césped lograron rozarme los talones, provocando un escalofrío que terminó en mi nuca. Acaricié los suaves pétalos de una planta que crecía en una corona de flores. Estaban recién cortados. 

Cuando me adentré a la enorme sala, con arcos y figuras religiosas en cada esquina, obtuve las reacciones esperadas; bocas entreabriéndose, cejas alzándose hasta la mitad de la frente, susurros y sonidos ahogados. La mayoría de los presentes clavaron su intensa mirada en mi figura. Todos adultos mayores, para ser precisos. 

Los ignoré. No me importaban. Necesitaba llegar al ataúd. 

El silencio absoluto no pasó desapercibido por los anfitriones del sombrío evento. La familia que rodeaba la caja exhaló una mezcla de sentimientos contenidos. El primero en verme fue Dominic, que me saludó con su palma, abrazado a la pierna derecha de su padre. El saco le quedaba grande y su corbata estaba manchada de chocolate. 

El segundo fue Dereck, con la barbilla cuadrada y facciones toscas. Su rostro tallado por dioses griegos sufrió un cambio inmenso desde nuestro último encuentro. Tragó saliva y apretó el hombro de su esposa, quien pasó de parecer una torre a punto de derrumbarse, a una leona deseosa de venganza. 

—¿Café, señorita? 

Una chica menuda, con extremidades largas y delgadas, ojos claros y cabello brillante, me tendió un vaso. El líquido caliente emanó algo de vapor, que se coló a mis fosas nasales. Le agradecí con una sonrisa. Aclamando que la odisea interna acabase, empecé a recortar la distancia que me separaba de la madre de mi vieja amiga. 

El tiempo pareció contener el aliento. La curiosidad picó el pecho de los espectadores que jamás oyeron de mí. La muerte se puso en primera fila, esperándome al final del sendero, burlona. 

—Buenos días, Meredith. Lamento su pérdida. 

Apretó los dientes.

—Ahórrate las formalidades —tajó, aunque su voz se entrecortó —. ¿Cómo te atreves a presentarte aquí? 

—Usted sabe la razón por la que he venido. 

La furia centelleó en sus pupilas. No esperaba que enredara sus garras y en mi muñeca, casi arrastrándome al pie del ataúd. 

—¿Ya la viste? —gruñó con una mueca de desdén, apuntando el cuerpo —. Mírala, mírala bien. Todo es tu culpa. 

Las cuatro últimas palabras eran dagas clavándose en mi yugular. Su propósito no era matarme, sino hacerme sufrir.

Mey, amor, tranquila —Dereck trató de alejarla de mí, rodeándola contra su pecho. 

—¡Suéltame! —rugió ella, lanzando manotazos. Logró escapar de los músculos de su esposo y sujetó la punta de mi vestido —. ¿Cómo pudiste hacernos esto? ¡Eras parte de la familia! ¿Cómo…?

Su discurso se interrumpió cuando otra ola de cuchicheos se alzó sobre el velo de tensión. Todos se giraron hacia la entrada, en donde dos sombras recién llegadas degustaban el espectáculo. 

Olver Rivero y William Tamayo. 

Escuché sus nombres en murmullos. 

“Pero qué osadía la de ellos”

“Estoy segura que nadie los invitó, deberían llamar a la policía”

“No pensé verlos de nuevo”

“Vaya trío de descarados”

“¿Por qué todos actúan así de extraño?”

“En mi vida los había visto”

“Mamá, ¿Quiénes son?”

¿Que quiénes éramos? No creo que esa pobre señora de coleta alta pudiera explicárselo a su hija sin ocultar pedazos de nuestra historia. Partes que incomodaban a las personas conservadoras, partes que no debían ser oídas por menores de edad, y partes que sencillamente ellos nunca sabrían. 

Porque sí, nosotros tres habíamos armado un pinche drama amoroso digno de ser contado. 

Y ahora somos tresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora