Capítulo 6

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La madre de William era cautivadora.

Pocas veces se le veía con su hijo, casi no hablaba y la mayoría de su tiempo libre se la pasaba en casa. Era alta, muy pálida, de labios pequeños y con unos preciosos rizos cobrizos. Generalmente vestía con ropas largas; mangas que la cubrían hasta las muñecas y faldas que le llegaban a los tobillos.

Debido a su manía de usar lentes de sol, eran contadas las ocasiones en las que podía apreciar sus ojos azules. Contrarios a los de mi amigo, éstos eran casi grises, como si vivieran en una constante tormenta.

Su esposo, el señor David, era todavía más misterioso. Los momentos en los que había podido apreciarlo, siempre tenía dolor de cabeza y un cigarrillo entre los dedos. Lo único que sabía de él era lo que su primogénito nos contaba; escasas historias de su comportamiento. 

La señora Tamayo hablaba con mi madre delicadamente, cubriéndose la boca mientras reía. William nos visualizó al pie de las escaleras, usó su mano para saludarnos y se volvió a su progenitora, despidiéndose con un beso en la mejilla.

—Hola —dijo en cuanto nos abordó —. Se ven preciosas.

—Gracias —susurré, con las mejillas hirviendo.

—¿De verdad? —preguntó Helena, ladeando una sonrisa —. ¡Y eso que ni siquiera me he quitado el pijama!

El castaño rio por lo bajo, y, titubeando, le entregó a mi amiga una bolsa de regalo.

—Espero que te guste, feliz cumpleaños.

Helena parpadeó con lentitud, ladeó la cabeza y agarró el obsequio.

—Gracias, Will, eres un amor —le dio un abrazo veloz, avisándonos que subiría a su pieza para guardarlo.

Me quedé helada cuando desapareció por las escaleras. ¿Qué debía decir o hacer? Uní mis manos por el frente y comencé a balancearme sobre mis pies. El chico empezó a rebuscar en el bolsillo de su camisa.

—También traje algo para ti, Bri —susurró, como si fuera un secreto. Sacó una cajita oscura de terciopelo y me la entregó —. Inmediatamente lo vislumbré en tu muñeca.

—Oh, Will, no te hubieras molestado —. Lo destapé y ahogué un gritito —. ¡Es hermoso!

Se trataba de un reloj. Tenía el marco plateado, con la correa azul tejida. Las manecillas parecían hechas de madera pulida, bajo cada número había un punto de color, simulando manchas de pintura.

—Por Dios...

—Primero pensé en darte un collar —confesó —, pero siento que el que te dio Helena es magnífico y ningún otro podría igualarlo.

Como si fuera un comando registrado, la mención provocó que acariciara el dije que colgaba de mi cuello. Era una luna de oro, medía menos que un tercio de mi meñique y sí, tenía un enorme significado sentimental.

—Encontré el reloj justo antes de salir de la tienda —informó, colocando una mano en su nuca —. Creo que es obra del destino, sólo tú debes portarlo. ¿Quieres que te lo ponga?

Asentí, con un mareo. William agarró el objeto con cuidado y lo ajustó a mi brazo derecho, yo sentía que el aire abandonaba mis pulmones.

Si mi madre, quien me llamaba con su dedo índice, no hubiera interrumpido nuestro momento, me habría echado a llorar.

—Ahora vuelvo —avisé. Sin poder contenerme, le di un beso en la mejilla —. Gracias, de verdad.

Giré mi cuerpo sin darle tiempo a reaccionar y caminé hasta la señora Villar. Ella se encontraba apoyada en una pared, y aunque estaba terminando de decirle algo a una de las muchachas de la servidumbre, sentí su mirada sobre mí desde que la rubia me había dejado sola con el castaño.

Y ahora somos tresWhere stories live. Discover now