Capítulo 5

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Oliver no tardó en aparecer.

A una semana para el décimo quinto cumpleaños de Helena, nos pusimos a repartir las invitaciones. Éste sería un evento muy especial.

Comúnmente, en honor a las quinceañeras, se hacían grandes festejos. Las chicas portaban anchos vestidos con crinolina debajo, maquillaje a juego y zapatillas con tacón del tamaño de un lápiz. En la fiesta se reunía la familia entera, amigos y todo aquel con alguna conexión cercana a la chica, pues era un evento para "presentarla en sociedad".

Se preparaba un festín para comer; carnes, dulces, un enorme pastel, alcohol. Era bien sabido que ese tipo de bebidas no podían faltar.

Pero la rubia no quería aquello. 

En su lugar, pidió un viaje grupal a su casa en la playa del sur. Seleccionó a una cantidad especial de personas con las que quería compartir un fin de semana: diecinueve adolescentes con los que compartimos clases, o a quienes conoce por azares del destino y le caen extremadamente bien. Nos iríamos el sábado en la mañana y regresaríamos al día siguiente, antes del anochecer.

—Tú serías una mezcla entre Artemisa y Hera —me dijo Helena.

Levanté una ceja, aunque dudo que lo notara debido a la escasa luz que los focos públicos nos ofrecían.

No era ningún secreto que Helena tenía la mejor vivienda del colegio entero; habitaba en una residencia privada con más gente de linaje alto, como dueños de cadenas de hoteles, viudas adineradas o políticos importantes.

William y yo estábamos tan solo un par de escalones separados de su estilo de vida. Sin duda podíamos darnos nuestros gustos.

Eso sí, el nivel social de Helena no le importaba en cuanto a hacer amigos se refería. A mamá no le agradaba del todo ese aspecto, por lo que le mentí diciendo que esa vez en específico iríamos al centro comercial. En absoluto se me hubiera ocurrido confesarle que habíamos recorrido las calles de un barrio pobre.

La primera invitación que entregamos fue la de Francisco, un chico moreno con el que Helena estudiaba álgebra. Los dos eran un desastre andante que se dedicaban a sacarle carcajadas a los demás.

Sin querer, pasamos demasiado tiempo con el chico, y cuando abandonamos su morada, el cielo comenzaba a oscurecer. Quisimos darle el último volante a las gemelas Gonzáles, pero sus vecinos nos informaron que tuvieron que salir de imprevisto.

Para nuestra mala suerte, las banquetas y callejuelas se encontraban repletas de baches e irregularidades. También olía raro, había personas poco confiables en cada esquina y el humo y los gritos hacían acto de presencia cada minuto. 

—¿Hija de la diosa de la caza y la reina del Olimpo?

Asintió.

—Predomina en tí el carácter fuerte y una belleza letal —aseguró. Un borracho se tambaleaba junto a un poste, rodeado de botellas. Me pegué a mi acompañante —. ¿Cuál sería yo?

La observé de reojo.

—Afrodita —. No tuve que meditarlo.

—¿Solo Afrodita? 

De nuevo, parecía leer mis pensamientos. Mordí mi labio inferior.

—Con una enorme bendición de Atenea.

Sonrió.

—Bueno. Ahora, apurémonos, que ya me dio miedo —murmuró cuando un hombre levantó los ojos de un periódico viejo, cigarrillo en labios.

—No tienes que pedirlo dos veces.

La iluminación naranja lastimaba mi visión. Parpadeé con incomodidad para evitar tropezar con una serie de cables que sobresalían del suelo. Una bocina sonó detrás de nosotras, acompañada de los ronroneos que las motocicletas suelen emitir.

Y ahora somos tresWhere stories live. Discover now