Capítulo 11

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Desde entonces, comenzamos a vernos seguido.

Salíamos juntos una vez al mes, luego dos veces, tres, y terminamos con una reunión cada fin de semana.

No tiene caso divagar en cada uno de esos encuentros; solo necesito que estén al tanto de dos.

El primero fue cuando hicimos un pícnic a las afueras de la ciudad. Dado a que pertenecemos a una región llena de plantas, no tuvimos que caminar mucho más allá de los límites urbanos para hallar un buen lugar en el que pudiéramos tendernos.

Ese día, si mi memoria no falla, Helena y Will andaban muy pegados. Ruby había insistido para que la cargara y acepté, llevándola sobre mis hombros. Íbamos a la cabeza, con Oliver y Julián charlando a un costado.

Mis amigos se ofrecieron a acomodar la comida en cuanto pusimos la tela roja sobre el pasto, sin importarles demasiado el trabajo extra, pues mantenían una plática emocionante. El castaño se mostraba repleto de vitalidad, con expresiones suaves; la rubia tocaba su cabello algunas veces y reía luego de que Will soltaba un chiste.

Terminaron en pocos minutos y nos llamaron con una seña.

—Es una tarde preciosa —dijo Helena, untando mermelada en un pan tostado.

—¿Sabes qué es lo que más me gusta del cielo? —susurró el chico sin pensarlo mucho, su mano derecha apretó un frasco en cuanto estuvo consciente de sus palabras. Por un segundo sus nudillos se volvieron blancos.

Alguien tiró de la punta de mi blusa y exigió mi atención.

—Bri, Bri —llamó.

—¿Qué es lo que más te gusta? —inquirió ella, con una mezcla de diversión y curiosidad.

—Que, cuando el sol da sus últimos esfuerzos, sus rayos hacen un hermoso juego en tus ojos.

Me obligué a dejar de escucharlos.

Giré por completo mi cuerpo hacia la niña y me incliné un poco.

—¿Qué pasa?

La pequeña me sonrió con una pizca de malicia.

—Quiero un mango —sus dedos se cerraron en mi pantorilla —. ¿Puedes darme uno, por favor?

—¿Un mango? —parpadeé —. Eh...

Revisé dentro de la canasta que trajimos, haciendo a un lado un paquete de vasos plásticos. El moreno me lanzó un vistazo, luego observó a la pelinegra, como si tratara de adivinar lo que pensaba.

—No tenemos mangos —le informé con pena.

—Pero allí hay —apuntó detrás de mi espalda.

Seguí su dirección y no me quedó de otra más que fruncir el ceño. Ante nuestra manta se extendían una serie de parcelas repletas de árboles frutales. El color verde era predominante, con unas manchas amarillas como esferas colgando de largas y gruesas ramas.

—¿Podrías bajar uno para mí?

—¿No tienen dueños estos terrenos?

—Lo tienen —confirmó Oliver, entrecerrando los ojos.

—Bajarlos no sería legal —le dije a Ruby.

Ella inclinó su cabeza, fingiendo inocencia.

—Lo sé —contestó —. No es nada que no hallamos hecho antes. Solo es tomar el mango, jalarlo, ¡y listo, todo tuyo! 

—¡Ruby!

—¡Oli! —imitó su tono a regañadientes y agarró mis palmas —. Hace mucho que no los como y muero por volver a sentir su sabor. ¡Por favor, por fis, por fis!

Y ahora somos tresWhere stories live. Discover now