Capítulo 3

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Helena nunca se quedó con la escasa información y conocimientos que el colegio nos ofrecía.

Tenía un lema peculiar para ello, lamentablemente, mi mente se congela cuando intento recordarlo. Supongo que con el tiempo se desbloqueará por sí solo. Aunque, siendo sincera, dudo que se los revele.

Si se interroga a alguien sobre la imágen que tiene de la rubia cuando nuestra edad no pasaba de los catorce años, la respuesta será algo como "era una chiquilla con la nariz siempre metida en libros". Su capacidad de comprensión lectora era envidiable, y tenía la misma dicción que un astuto juglar.

Hay ciertas frases o dichos que resaltan la curiosidad latente en los niños. Cuando éstos abren la boca, se deshacen de cientos de preguntas acumuladas a lo largo del día. A la mayoría de adultos eso les fastidia (sí, experiencia propia); pero no se ponen a razonar los motivos. Los pequeños, tan soñadores y temerarios como sólo ellos pueden serlo, no vacilan ante la idea de comerse el mundo entero.

Y esa era una cualidad que siempre tendré presente al hablar de Helena.

Durante el verano del 95, nos pasamos vagando de la casa de la una a la otra.

Esa vez estábamos en la mía. Mi padre, como era costumbre, se encontraba trabajando. Su esposa había salido con una amigas, a beber un café si mi memoria es buena. Teresa era la responsable de nuestro cuidado, preparando el almuerzo en la planta baja mientras entonaba un canto de moda.

Hacía poco había descubierto el arte oscuro, y, fascinada por los símbolos y escenas surrealistas, me pasaba la mañana entera probando suerte con el estilo. Usé el computador de mi pieza y el internet para buscar cuadros de Alfred Kubin, los cuales descargué para utilizarlos posteriormente de inspiración.

En mi escritorio se hallaban mezclados todo tipo de herramientas para dibujar. Coloqué los pinceles en su tasa correspondiente, abrí el blog y me adueñé de las barritas de carboncillo. En la pantalla, deleitando mis ojos, bailaba una figura diseñada en tonos apagados. Se trataba de un rey gigante sentado en un trono, melancólico. Alrededor de él una larga fila de hombres encapuchados esperaban, algunos con antorchas en manos.

Mi amiga estaba en mi cama, con un tomo grueso apoyado en sus piernas. Un mechón dorado le caía en la frente, lo cual parecía no importarle. Traía una pijama azul; constituida por una blusa de tirantes y un pantalón corto.

No me sorprendí al empezar a pensar en su postura, podía trazar un boceto de ella así, tan natural y ensimismada.

—Es interesante —dijo, provocando que mi mente abandonara el limbo. Apartó la mirada de las hojas y la posó en mí —. ¿Un escritor puede ser hipócrita? ¿O le quedaría mejor el apodo de "rebelde"?

Acaricié el polvo negro que quedó en mis dedos.

—¿A qué te refieres?

Ella rápidamente tanteó el colchón, encontró su separador y lo colocó en su reciente lectura. Dejó el tomo cerca de sus muslos, prestándome total atención. La imité.

—En teoría, el trabajo de un escritor es hacer que el lector sienta. Su misión es provocar algo, lo que sea. No es fácil lograrlo, pero quienes hayan la manera de hacerlo suelen dejar una gran huella en la historia.

Ladeé la cabeza, sabía que el trasfondo era más profundo.

—El autor puede provocar que sus personajes te den cólera, risa, tristeza, o, ¿por qué no?, las tres juntas —siguió —. El autor también habla de temas diversos; lo cruda que es la vida real, los dramas, un mundo repleto de fantasía o lo complicado y vivaz que llega a ser el romance. Pero nadie se ha quejado de que podemos ser engañados. ¿Hay algo más vil que un sujeto hablando de amor cuando ni siquiera ha probado los labios de alguien más?

Y ahora somos tresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora