Capítulo 10 I Segunda parte

67 11 3
                                    

Cedí a sus encantos en nuestro tercer encuentro (jamás aceptaría que el día en que intentaron asaltarnos fue el primero).

—¿Hoy no hay quejas? —curioseó Helena mientras toqueteaba su popote, divertida. 

En esa ocasión la reunión tuvo lugar en una cancha al aire libre, perfecta para practicar deportes. Había banquetas cercándola, dos porterías blancas en las esquinas y un par de aros de baloncesto centímetros arriba. Olía a papas fritas, coca-cola y churros.

Los equipos de fútbol, constituidos por una gran cantidad de jóvenes que vivían en la zona, se movían veloces en el área, persiguiendo un balón.

—No me tientes —contesté, botando mi basura.

Eso le iluminó la cara.

Despegó su espalda de la estructura en la que se apoyaba y se inclinó hacia mí.

—¿Se lo dices a quien le encanta jugar con fuego? —sonrió ampliamente, retándome —. No creo que tu sentido común esté funcionando.

Un silbató sonó y moví mi rostro con desesperación; las personas se estaban dispersando, tomando un merecido descanso. Aproveché eso para librarme de Helena y sus tentadoras palabras.

Agarré las botellas de agua que habíamos conseguido y me deslicé lejos de allí, tendiéndoselas a Julián, Oliver y William; que se acercaban trotando. Estaban llenos de sudor, por lo que arrugué la nariz y dejé que la rubia les entregara unas toallas cuadradas para que se limpiaran.

—Buen pase —les dijo mi amiga —. Tienen todo para dejar ese empate y ganar.

—Tenemos un buen equipo —aceptó Will.

—Y un gran delantero —alardeó Julián con arrogancia, guiñándole un ojo a la chica.

El moreno rodó los ojos justo cuando la más pequeña saltaba a sus brazos.

—¡¿Escucharon mis porras?! ¡A que estuve genial! —gritó Ruby, luego sintió los hombros pegajosos de su hermano y se sacudió hasta que sus pies tocaron el suelo y pudo alejarse un poco —. Siempre terminas como una regadera.

—Ya, no exageres.

La niña le sacó la lengua y corrió a abrazar mis piernas.

—¿El premio de siempre? —preguntó desde allí.

Oliver asintió.

—Los perdedores invitan las sabritas y...

—Lamento dejarlos, pero debo irme —interrumpió un muchacho de ojos ámbar, cogiendo un botellón naranja y un abrigo rojo del piso.

La ropa se le pegaba notablemente y dejaba marcado buena parte de sus pectorales.

—¿Todo bien? —inquirió Julián.

—Sí. En realidad no es tan grave; papá necesita ayuda en el taller —miró al mayor —. Sabes cómo se pone si no voy.

—No te preocupes —le restó importancia él —. Nos vemos el lunes.

—Hasta el lunes —se despidió de los seis con rapidez y se perdió entre las calles.

—Ahora estamos jodidos —susurró Julián, agarrándose el puente de la nariz —. Nos falta un jugador.

Fruncí el ceño. Terminaría regañándolo si usaba groserías en cada oración.

El castaño escondió una risita, leyéndome el pensamiento.

—Sin groserias —señaló Oliver, agachándose para atar sus cordones.

—¿Qué?

—Ya me oíste.

Y ahora somos tresWhere stories live. Discover now