Capítulo 2

157 21 4
                                    

A veces pienso que Helena me ayudó en muchas cosas sin saberlo.

Entre ellas, a descubrir lo que me apasionaba.

Los fines de semana, luego de encontrarnos en la iglesia, nuestras familias paseaban un rato. Si el día estaba despejado, íbamos a alguna feria local, a ver una película, o por helado con chispas de colores. Cuando mamá estaba de buenas, los invitaba a cenar. La mayoría de ocasiones, como en esta, almorzabamos en casa de los Montoya.

Su hogar se ubicaba en un bonito fraccionamiento residencial, hecho de ladrillos rojos y blancos, con vidrios templados, un estacionamiento en el que cabían dos autos y cercas anchas que marcaban las divisiones entre terrenos. En el centro de la calle alguien había plantado un palmo enorme, que en tiempos de tormenta se sacudía con fuerza.

Las largas hojas del árbol silbaron con el aire. En cuanto descendimos de los vehículos, cruzamos el camino de piedra tallada, apretándonos en nuestros abrigos, y entramos a la edificación. Helena se pegó a mi lado, acomodó la corona de papel que tenía en mi cabeza y susurró que la temporada de lluvias iniciaría pronto.

—María, María —llamó la señora Meredith, colocando su chamarra en el perchero de la entrada —. ¿Dónde están? 

Ella era una mujer hermosa, con las mismas facciones angelicales que su hija. El cabello ondulado siempre lo llevaba en un chongo alto, lo que resaltaba sus pómulos delgados. De su cuello colgaba una cadena de oro con un dije en forma de sol. Las caderas le sobresalían del vestido rojo que portaba, aunque intentaba ocultarlo.

Se dejó caer en el sofá orejero nuevo, llevándose consigo a su esposo (fuerte y de rostro aguileño), e invitó a sus amigos a que utilizaran los restantes.

Una voz contestó desde la cocina, con acento marcado.

—¡Buenas noches! Ayudo a terminar la comida, mi señora.

La rubia mayor apretó los labios en un mohín. Apoyó la nuca en el pecho del hombre que la acompañaba y entrelazó sus manos.

—¿No le dimos tiempo suficiente a Laura para hacerlo?

La cabeza de María se asomó por el muro.

—Quisimos intentar con un platillo nuevo, mi señora, por el cumpleaños de la señorita Briseida. No nos faltan más de diez minutos, ¿puedo ofrecerles algo mientras tanto?

El matrimonio miró a mis padres en espera de una respuesta.

—Un vaso de agua —pidió mi madre.

—Que sean dos, si no es mucha molestia —continuó mi padre.

Yo negué lentamente, aferrándome al hombro de la otra chica.

—Enseguida los traigo—. La muchacha hizo una inclinación y desapareció por donde vino, con la tela azul de su uniforme revoloteando.

—Briseida y yo iremos a mi habitación —informó Helena con inocencia.

Los cuatro adultos asintieron, pero no pasé por alto las miradas cómplices que intercambiaron. Subimos las escaleras y recorrimos el tramo de la segunda planta. Por el camino nos encontramos con varios cuadros de estilo renacentista; preciosas mezclas de colores ocres que trazaban figuras semi realistas.

Bajo una pintura que mostraba una manzana dorada, colocaron un mueble robusto encargado de sostener un jarrón repleto de gardenias. En otro esquinero descansaba el busto de Apolo. Nos acercamos a la puerta de roble oscuro y la traspasamos.

La pieza de Helena era amplia, con azulejos tipo mosaico. Su cama estaba pegada a la pared, con una mesita de noche a un lado y una lámpara de lava encima. Repartidos por el espacio restante, en orden, se encontraban una cómoda Versailles, una estantería guida, su clóset, un escritorio y un sillón Impala.

Y ahora somos tresWhere stories live. Discover now