Capítulo 4

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Entre Helena y yo existía una tradición por celebrar la mayoría de cosas buenas que nos sucedían.

Algunas veces dábamos fiestas en su casa (mis padres se negaban rotundamente a que se usara la nuestra), conmemorando eventos como el final de semestre o el inicio de verano. La que más nos gustaba era la de noviembre: fiesta con temática del día de muertos. También repartíamos a nuestros invitados.

Esa noche eran todos los segundos grados de nuestra secundaria. Tres grupos de casi veinte alumnos cada uno.

Había llegado media hora antes de lo previsto, a petición de la rubia, para coordinar nuestra vestimenta. Portábamos trajes contradictorios; ella una catrina con colores cálidos, y yo una con los fríos.

—¿Las flores amarillas o naranjas? —inquirió, frente al espejo de su tocador.

Lanzó una mirada hacia la cama, buscando mi aprobación.

Dejé de observar los pósters de su pared y la encontré sosteniendo un racimo de plantas del color del sol. El cabello del lado izquierdo se deslizaba detrás de su hombro, dejando al descubierto la línea curva de su cuello pálido.

Aparté los ojos.

—Se te ven bien.

—Pero tu cara me dice que no son tus favoritas —chasqueó la lengua —. Serán las naranjas entonces.

Sus largos dedos acomodaron el adorno en su cabeza. Me removí en el colchón. Mientras Helena ajustaba la falda de su traje, me detuve en su muro creativo. En esa pared tenía dibujadas varias frases de sus historias preferidas. Como era de esperarse, a un lado se encontraba su librero.

Me levanté y fui a éste, tomando entre mis palmas una cámara instantánea.

—¿Es nueva?

Terminó con su trabajo y asintió.

—La abuela Maryorie la mandó desde California.

Me moví hasta la silla honda cerca del ropero, jugando con el objeto. Helena volvió a admirarse por el cristal y sonrió, satisfecha.

La puerta se abrió de golpe, una mujer de iris verdes se detuvo en el marco.

—¿Están listas? —inquirió.

—¡Mamá! —se quejó mi amiga —. Debes tocar antes de pasar.

—Lo lamento, cariño —contestó la otra, rodando los ojos —, pero los invitados están llegando. ¿Bajarán juntas?

—Sip.

La mujer sonrió con dulzura.

—Tu padre y yo estaremos en el cuarto de invitados —señaló.

—Vale, te quiero —. Se acercó a su progenitora y, de puntitas, depositó un beso meloso en su mejilla.

—Nada de desastres irreparables —advirtió la señora Meredith, imitando el gesto de su hija.

—Entendido, capitana.

Entrecerrando los ojos, se retiró. Helena se enganchó a mi brazo, cerró la puerta de su cuarto y nos dirigimos a las escaleras. Con mis dedos acariciando los bordes del parapeto, llegamos al salón.

En la pieza de al lado, solo separada por un umbral curvado, se oían ruidos previos a una gran fiesta.

—Quiero que te diviertas, ¿bien? Esta noche debemos disfrutar.

Descompuse la expresión.

—¿Lo dices enserio? —. Levantó las cejas e inflé las mejillas —. Okey.

Y ahora somos tresWhere stories live. Discover now