Camisa de flores

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Suguru jamás había dormido en una cama tan amplía y cómoda en su vida, ni siquiera podía compararlo con la suavidad de la lana que vendían los ovejeros a un ladito de la carretera, o el algodón puro que usaba de colchón para no tocar tierra; y sí, le daba algo de pena admitirlo, pero luego de haber dormido así, no quería volver a  los catres oxidados, y tampoco en los cuartos de madera nunca más.

Chales, ya se estaba freseando...


Cuando aceptó la oferta de quedarse con él, un pequeño brillo iluminó los ojitos del albino, quien empezó a contarle cosas para pasar el rato; cómo que conoció a Yuuji y a Sukuna cuando eran más jóvenes, específicamente cuando él construía unas unidades habitacionales en el norte de la ciudad y los hermanos llegaron a pedir trabajo de escombreros, ya que vivían en uno de los barrios de al lado.


«Era medio ilegal contratarlos porque Yuuji tenía cómo dieciséis...
¡Pero pues ¿Hoy en día que no es ilegal?!»


«Bueno... Eso sí»



Más tarde, cuando dieron eso de las once de la noche, luego de mucha plática y de comerse una Maruchan
—Porque al parecer era lo único que había para comer ahí arriba—, la lluvia estuvo horrible, con una luz blanca disparándose en cada rincón de la enorme habitación, además de una pequeña brisa que le incomodaba, ya que se había duchado un rato antes y su cabello seguía un poco mojado.
Apenadísimo porque no era muy casual decirle a tu patrón algo cómo:

"¿Puedo bañarme antes de dormir contigo?"



Aún así, nada de eso le quitaba la pequeña culpabilidad que se asomaba en sus ojos cada que veía el ventanal con las gotas resbalar al sentir su cabeza hundirse en la almohada, en lo que la espalda de Satoru se acomodaba a un lado suyo entre las sábanas grises, volteándose para mirarlo y preguntar bajito si es que estaba todo bien, o si le daban miedo los rayos.

Todo eso, al contrario, terminaba por abrumarlo más.




«¿A tí te dan miedo, Satoru?»

«Pues... solo un poquito, cuando llegan de la nada»





Y sí, habían dormido en la misma cama.

Podían preguntarle y preguntarle, y contestaría sin dudar que no, no conocía a bien Satoru. Que tenía serios problemas de confianza por sus intenciones, y que sí, le daba cosa enamorarse de alguien imposible como Sukuna. Para todo era un gran , pero, cuando el cuerpo del albino dió un saltito al sonar el cielo en un destello ensordecedor, notándolo tan susceptible haciéndose bolita, tampoco la pensó mucho para decir:


«Hazte para acá»



Y no tuvo que repetirlo dos veces. En cuanto se acomodó sobre la cabecera de la cama el otro se aferró a su brazo y a la fragancia del jabón que usó, el cual, se notaba a kilómetros que era carísimo; cómo la ropa que le dió en lugar de los pantalones de mezclilla desgastados que usaba a diario y la camiseta sin mangas que en algún momento fue blanca.
En efecto, la misma ropa que vestía todos los días y que Gojo acabó tirando por la ventana.


La que le esperaba al día siguiente si Yuuji reconocía su ropa tirada por ahí.





Al cabo de un rato, escuchando las gotas caer con violencia, acompañado del calorcito de Gojo a un lado suyo, solamente cerró los ojos, y para cuando volvió, Satoru seguía en la misma posición en la que se había quedado: con sus brazos enrollados en el suyo con la cabeza recargada sobre su hombro, perdido en el ventanal empañado. El amanecer se veía venir, y las esquinas oscuras del sitio iban tomando un color azul, bastante parecido al de los ojos de Gojo.

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