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Takashi Mitsuya me había citado esa mañana de junio, con el sol poniéndose sobre nuestras cabezas y las gafas de protección como mejor aliado. Fue inevitable emocionarme, pues su llamada significaba una cosa, había terminado su maravillosa creación: mi vestido de novia. Mientras papá servía como ayuda a mi futuro esposo en cuanto a la elección de su traje; mi mamá me recomendó a Mitsuya, un costurero cuya madre había sido buena compañera de la mía. Por supuesto, no dudé en ningún momento en confiar en él. Parecía demasiado seguro de sí mismo, incluso si aquel local tenía menos de un año de vida, ese chico poseía un recatado estilo y unas manos de lujo.
Recuerdo, punto por punto, el día que lo conocí. Estaba tan nerviosa que desparramé mi bebida en la recepcionista y ayudante del peli-violeta. La muchacha, aún sonriente, me disculpó luego de que me pasara toda una tarde de reverencias y miradas esquivas. Se presentó y al hacerlo, Emma y yo comenzamos a tratarnos sin formalidad de por medio. Aunque no sucedió eso con Mitsuya, el chico era amable, pero lo suficientemente distante como para marcar sus límites con los clientes. En cierto modo, me entristecía que estuviera desinteresado en conocerme, pues a diferencia de él, yo me hallaba de lo más atraída a su persona, —cual polilla a la luz—.
Carecía de entusiasmo para enredarse conmigo; lo cual era una lástima, pues hubiera apostado a que nuestras personalidades y determinados gustos hubieran encajado pese a las distinciones. No obstante, seguía maravillada tras la paciencia con la que soportó mis rotundos y tajantes noes al confeccionar un nuevo vestido. Tras muchos diseños después, ambos coincidimos a la hora de elegirlo. Nuestros dedos se rozaron, lo que provocó que alzásemos la mirada sorprendidos. Me atreví a soltar unas carcajadas que Mitsuya terminó acompañando. ¡Al fin nos habíamos puesto de acuerdo!
Ansiosa, tomé las llaves de casa y corrí en dirección al taller del oji-violeta. El trayecto siempre se alargaba por mi parte, ya que solía deambular por la ciudad con esmero y disfrutar mi soledad cuanto pudiera; sin embargo, esa mañana decidí que la charleta con el Sr. Hao, dueño de un local de animales, podría esperar; o que el intercambio de mangas con Chifuyu podría traspasarse al viernes siguiente. ¡Debía llegar a tiempo!
—¡Buenos días, Mitsuya-san!—Exclamé con el sonido de la campanita de fondo; el susodicho salió de la trastienda con una funda ocre en sus manos. Ahí estaba. Resguardado e igual de entusiasmado que yo por verlo: sentía mi vestido relucir bajo esa cubierta—. ¡Oh, Dios; qué nervios! Me tiemblan las piernas.
—Si has de caer, que sea ahora, morirás de vergüenza en el altar—Por primera vez, bromeó el chico haciéndome reír. Mitsuya parecía conocer mi torpeza mucho mejor de lo que yo lo hacía—. Aquí tienes lo que tanto querías, el vestido perfecto.
Perfecto. Eso me hizo agachar la mirada. Despertaron, entonces, un popurrí de emociones que creía haber eliminado. O que ni siquiera existían en mi psique. Mordí mi labio tratando de ordenar el desastre que se aproximaba y recordé que era un momento para celebrar y no uno que lamentar.
