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El rescate de los rehenes había creado una euforia única en las afueras del banco, las cámaras televisivas enfocaban los emotivos reencuentros de algunas familias, los abrazos entre los mismos rehenes felicitándose uno al otro por haber aguantado tanto tiempo, las lágrimas de alivio cayendo por las mejillas de muchos.

Era un escenario perfecto, incluso para los atracadores.

Nairobi y Estocolmo observaban la escena con una sonrisa en sus caras, porque sabían que muy pronto iban a estar en la misma situación: abrazándose y celebrando en libertad.

Pero entonces, la atención fue robada por la llegada de los dos camiones que traían consigo el botín más grande de la historia del latrocinio mundial: noventa toneladas de oro. 7258 lingotes. 4.355 millones de euros.

Con eso, y con todo lo que todavía quedaba del primer atraco, les daba para al menos cuatro vidas resueltas.

Era tanta pasta que no tenían ni la menor idea de qué harían con ella.

Barcelona lo único que sabía era que, al menos su parte del botín, sería toda para su hijo, para cumplirle todos los caprichos que él quisiera, y para compensar esos once años perdidos. Pero Alonso era muy parecido a ella en ese sentido, prefería más ahorrar que gastar dinero a tontas y a locas, como lo hacía su querido padre. O su tío Martín.

Y otra cosa en la que se parecían era la tenacidad.

Si decidían algo, no había quién ni qué los detuviera.

Así que, cuando los militares partieron tras él al verlo correr, Alonso no se detuvo ni por medio segundo. Saltó vallas, se amontonó entre la gente, corrió en luces rojas y se perdió en todos los callejones que pudo. Había terminado acuclillado al lado de un enorme contenedor de basura, mientras que la policía desplegaba una búsqueda inmediata, pedida por sus abuelos y ordenada por el mismo Tamayo.

Con uno de los lingotes de oro en su mano, el Coronel ingresó en el despacho una vez más, entre furioso por la desaparición del niño y satisfecho por tener el oro en sus manos, y se encontró con el Profesor y Lisboa listos para empezar la última etapa de la negociación. Ahora solo quedaba encontrar una manera de salir de ahí.

Quiero hablar con Galindo y Fonollosa ahora mismo, llámelos. —exigió Tamayo, depositando el lingote sobre el escritorio con bastante fuerza, tanta que Sergio se alertó.

¿Para qué? —interrogó el de gafas, mientras que Lisboa cogía la radio y los citaba al despacho del Gobernador.

Barcelona todavía estaba en la zona de carga con Martín cuando recibió el llamado, mientras que Andrés estaba en el vestíbulo después de ser el encargado de liberar a los rehenes con ayuda de Nairobi y Denver.

El primero que llegó fue el pelinegro, que abrió la puerta muy lentamente para generar suspenso, aunque el suspenso se lo llevó él cuando todas las miradas y el silencio se posaron sobre su persona. —¿Qué ha pasado?

Esperaremos a la señorita Galindo. —indicó Tamayo cruzándose de brazos con una mirada casi irónica hacia el desentendimiento de Andrés. —Estoy seguro de que ella tiene mucho más que ver en esto que usted.

Y con eso, Andrés inmediatamente se cuestionó qué cojones había hecho ahora su santa mujer.

Barcelona llegó poco después, encontrándose con el mismo silencio, pero con miradas recriminadoras, tanto que se sintió hasta culpable de un crimen que no sabía que había cometido. —¿Qué pasa? —preguntó, mirando directamente a Andrés, quedándose de pie bajo el umbral de la puerta, casi con desconfianza.

BARCELONA; Berlín [EDITANDO]Tempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang