querida muerte ii

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continuación...


Andrés lo único que hizo fue correr con ella en brazos, haciéndole oídos sordos a los constantes disparos que iban y venían. Su mente estaba vacía, ni siquiera ella la ocupaba, porque si llegaba a hacerlo terminaría perdiendo sus estribos. No iba a negar que tenía miedo, estaba más acojonado que nunca antes, porque tal y como ella, no tenía ni la puta menor idea de dónde le había llegado ese disparo.

Lo único que sabía era que ella estaba viva, y se aferraba más a eso con cada paso que daba.

Santiago se apresuró en sobrepasarlo para poder abrirle las puertas de la van e ingresarla allí lo más rápido posible. Y una vez que lo hicieron, la recostaron en el suelo y cedieron a intentar salvarle la vida al mismo tiempo que la van echaba a andar a toda velocidad hacia el primer hospital.

Andrés le quita la ropa con rapidez para lograr ver dónde estaba alojada la bala, y cuando encuentra el agujero, todo su interior se apaga.

La concha de mi madre.— deja escapar el argentino al ver la gravedad de la situación, quitándose las lágrimas traicioneras de los ojos para acomodar la cabeza de la castaña en sus piernas, acariciando lentamente su cabello, tratando de mantenerla despierta.

El pelinegro presiona con fuerza sobre la herida, viendo como sus manos comenzaban a teñirse del rojo oscuro de su sangre. Lo primero que deseó fue echarse a llorar, porque el nudo en su garganta comenzaba a atormentarlo; y lo segundo, fue desear estar en su lugar.

Era la cuarta vez que le disparaban, frente a él, que siempre se juraba protegerla con su vida. Y ahí estaban, una vez más, él vivo y ella jugando al pilla pilla con la muerte. ¿Culpabilidad? La sentía, y de sobra. Aún se sentía culpable por el primer disparo que recibió, que no se acercaba ni un poco a la intensidad y al peligro del que estaban viviendo en esos momentos.

Barcelona ya no sentía dolor, se había acostumbrado a él como quien se acostumbra a vivir de una u otra forma. Como Sergio se había acostumbrado a vivir en soledad. Se sentía capaz de aguantar muchísimo dolor, y aquel era la prueba de eso. Y no podía negar que las caricias de Martín la ayudaban bastante en no caer en el shock post-traumático que podía ocasionar una herida de bala.

Su amiga Muerte la había dejado una vez que la subieron a la van, sin embargo, sabía que estaba en algún rincón observándola. Porque podía sentirla, la sentía tan cercana que era capaz de implorarle acabar con todo de una vez por todas. Ya no quería jugar más, porque era un juego sucio y turbio. Ya que, a fin de cuentas, la Muerte siempre ganaría. Pero antes te daba una ventaja, y esa era la vida.

Lo único que le quedaba por hacer era preguntarse si realmente ese sería su final, porque así se sentía. Sus párpados pesados, el frío, el hormigueo, el olor de su propia sangre. Y no oía más que un tintineo en sus tímpanos.

Entonces, decidió agradecer por la corta vida que tuvo.

Veintiséis años, se había enamorado, había amado, había sido amada. Había tenido un hijo con el amor de su vida, había besado, había reído, había bebido, había bailado. Había disfrutado. Y lo más importante, es que Elvis nunca le había faltado.

Su vida había sido un constante rock n' roll. Y eso era lo que más agradecía.

Che, che.— Martín la llama, sintiendo el pánico apoderarse de su cuerpo al verla cerrar sus ojos lentamente.

BARCELONA; Berlín [EDITANDO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora