CUESTIONES HOTELERAS

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Pasadas un par de horas arribaron al Estado de México, haciendo una escala en el hotel en el que estarían alojados los días subsecuentes. Altos edificios adornaban el urbano paisaje de la modernidad y del progreso, siendo el hotel, no menos muestra de ello.

Cuando el autobús se detuvo frente del hotel, un grupo de botones salió a recibir a los visitantes, yendo ataviados con las más finas y elegantes vestiduras que su trabajo dictaba y conforme los pasajeros iban bajando, se ofrecieron a llevar sus maletas adentro, cosa que ningún pasajero negó.

Nueve personas conformaban la enorme familia, la señora gorda que dejó caer las medicinas, se presentó como Mercedes Elizondo y no dejaba de decirles a los botones que quería el mejor servicio disponible por lo que pagaría durante su estancia. Su hija, Matilde Quezada, la muchachita de quince años a la cual se le festejaría con aquel viaje, solo miraba a su madre y sonreía de nervios, qué extraña chica, con el color de piel de su madre y ella tan blanca, su padre debía de ser bastante caucásico.

Los siguientes en bajar, fue una pareja de esposos que habían venido susurrándose al oído todo el viaje, siendo obvio el mensaje que sus conversaciones no eran de la incumbencia de nadie e incluso, se vieron molestos cuando alguien más de la familia los invitaba a unirse a la plática, ni siquiera dieron sus nombres al bajar y exigieron sin ninguna clase de educación a los botones que sus maletas debían ser tratadas con absoluto cuidado porque lo que llevaban costaba más que el salario de todos ellos. El hombre se acomodaba los lentes de montura corta y se acercaba a los ojos un pomito, el cual apretaba y movía enérgicamente la cabeza después de suministradas las gotas que éste contenía.

― ¿Cómo ve a ese par?―preguntó Javier a César. Ellos aún no habían bajado del autobús porque querían dejar que toda la familia bajara primero. El doctor no despegaba la vista de su libro, ¿Cómo podía concentrarse y hablar al mismo tiempo?

―Pues gente así hay en todos lados, casi tan irreverentes como yo, pero pobres de los botones, ellos solo hacen su trabajo―afirmó César.

―Me da coraje la gente que cree estar por encima de los demás solo por ganar unos cuantos billetes más―el doctor siguió leyendo.

―Arruinan siempre la buena comunicación―intervino Sandro―. Esos son los clásicos amargados que no disfrutan ni dejan disfrutar.

El siguiente en bajar fue un muchachito que aparentaba tener unos veinticinco años o menos, muy bien aseado con el pelo cortado "de librito" dejando una línea central en la crisma que separaba el cabello partido en dos, trajeado casi de etiqueta con un chalequito café debajo del grueso saco del mismo color, una corbata roja y unos pantalones bien ajustados, irradiaba carisma tan solo con verle sonreír y se notó en la actitud que presentó ante los trabajadores del hotel, haciendo gala de una buena posición económica dándoles una propina a quienes le ayudarían a bajar las maletas.

―Lindo monigote, de esos riquillos, puros perros de collar, diría yo―acotó el doctor. Nadie sabía cómo podía estar en todo.

― ¿Le tiene tirria a los riquillos?―cuestionó César.

―Algo, sí; no me molesta que lo sean, me molesta su actitud de que creen que todo se puede comprar con dinero.

― ¿Y no es así?

― ¿Disculpe?

―Yo solo digo que es verdad, todo se puede comprar con dinero, desde mis servicios y los suyos―dijo el detective.

―Algo que ellos jamás tendrán será felicidad, eso se lo puedo asegurar.

―Y usted tampoco la tendrá si se la pasa criticando, sabrá Dios qué hayan hecho para tener esa posición, no sabe si pasaron penurias, pérdidas o sufrimientos mayúsculos, mejor callar. Sin embargo, creo que es mejor guardar una distancia prudente de ellos, no se les ve como esos a los que les guste platicar.

MUERTE EN LAS PIRÁMIDESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora