LA DESOLACIÓN DEL DETECTIVE

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No muy lejos del corazón de la civilización en Jalisco, en la ciudad de Guadalajara, por ahí donde todavía, al subir la azotea, se podían ver los enormes edificios que poco a poco se fueron construyendo para asemejarse más y más a las grandes y envidiables urbanidades de las grandes naciones del mundo, donde el creciente smog se cernía como niebla y bajaba lentamente hasta el asfalto donde los transeúntes podrían respirarlo y sentirse afortunados de vivir en lo más céntrico del estado y donde supuestamente las oportunidades abundaban, no sabiendo pues, que con el pasar del tiempo, las afectaciones a su salud harían acto de presencia; una larga calzada bastante conocida por los entendidos en la geografía estatal y vividores del día a día en la ciudad, se erguía con esa gran amplitud, en la que no se podía caminar con libertad ni conducir desfogado por la gran cantidad de negocios locales que eran puestos a manera de tianguis por innumerables familias que dedicaban su vida y confiaban su subsistir en el comercio, tantas eran pues, que abarrotaban la calle principal y las aledañas, buscando un pequeño espacio dónde colocar sus puestos, aunque fuese un metro cuadrado, ahí los acomodarían a como dé lugar, ya fuera en vertical, horizontal, y hasta desafiando las mismísimas leyes de la física, puesto que las harían flotar de ser necesario, solo que no perdieran las ganancias diarias. Nos estamos refiriendo a la prolongación conocida como Obregón, cercana a Pedro Moreno y a la Plaza de Armas, donde los crecientes mercadeos especializados y el comercio informal, a la par que los nuevos métodos de delincuencia, eran el pan de todos los días.

¿Por qué hemos de documentar ese sitio tan folclórico, donde tanta aglomeración de personas de todos los rincones de Guadalajara, iban a perderse entre los trapicheos y regateos de productos de calidades cuestionables? Muy sencillo, porque no muy lejana a dicha prolongación asfáltica, se encontraban complejos habitacionales encasquetadas en toda las calles, pegadas unas con otras, no sabiendo pues, donde iniciaba una y terminaba la otra, y mucho menos en días donde la afluencia de negocios y de personas era incontable, ya que, hasta dejaban de respetarse las entradas y salidas de las casas para instalarse ahí los negocios. Muchos de estos humildes hogares, iban desde casas individuales donde solo una persona o una familia habitaban, hasta gigantescas vecindades insalubres, pero llenas del encanto y de la calidez de quienes compartían en ellas alojamiento. En una de estas vecindades, cuya entrada de portón de alúmina negra despintada, vivía el detective César Antonio Cardenal.

Esta vecindad te recibía con una portería justo a la izquierda, la cual estaba adornada con arreglos florales muy coloridos. Una señora fortachona se encargaba de dar santo y seña a los visitantes, además de encargarse de cobrar la renta, que ascendía (y ese año había subido) a los doce pesos mensuales por un cuartucho chiquito donde apenas cabían un par de individuos. Enfrente de la portería, la habitación número uno, que pertenecía a una de las lavanderas más famosas de la cuadra, que gustaba de los chismes y de modificarlos para hacer más amenas las pláticas. Adentrándose uno más en la vecindad, las habitaciones se iban numerando en orden ascendente, y en la parte superior, donde se tenía que subir por una escalera en forma de helicoide, con unos pasamanos roídos y oxidados, escalones resquebrajados y soleras desgastadas, continuaba la numeración. En esta vecindad, no solo lavanderas y el detective coexistían, sino que también era hogar de otros tantos personajes que corresponderían a los más extraños y locos que parecieron congregarse para dar una peculiar combinación, como un cantante de mariachi, de apellido Pérez y con una voz muy fea e inentendible su profesión, que gustaba de practicar todas las mañanas a primera hora, cuando el gallo cantaba y el alba se postraba en lo más alto. Cómo olvidar al buen coronel Donoso, que ya estaba retirado y se recluyó en su tristeza, pero que todo mundo se empeñaba en seguir llamándolo coronel. Y hablando de coroneles, pero ahora de apellido, Santiago Coronel, un joven aspirante a futbolista que recién había llegado a la ciudad para probar suerte en el equipo de la ciudad. Así como otros tantos, nombrando a un campesino, un profesor, una pareja de alfareros , a más señoras amas de casa, y un montón de chiquillos enfadosos que corrían por aquí y por allá, emitiendo estrépitos y rompiendo macetas como actividad favorita, tanto como hacerle averías a la fuente del centro de la destechada vecindad. Cardenal, por cierto, estaba harto de tanto mocoso, pero hacía tripas corazón porque no tenía otro lugar a donde correr. Por eso, se alegraba de que le hayan dejado el cuarto en el piso de arriba, para ser más precisos, el número doce, ahí antes vivía una viejita que hacía algún tiempo que ya había partido del mundo, y como César no era supersticioso, no creía que le fueran a jalar los pies en la noche, así que le dijo que sí a la casera.

MUERTE EN LAS PIRÁMIDESWhere stories live. Discover now