NUEVO RUMBO

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―Acomódense, están en su casa―Cardenal hizo todo el papeleo a un lado y arrimó un par de sillas de madera para que las mujeres pudieran sentarse. Por otra parte, movió el soporte universal que tenía sobre el escritorio, así como los matraces, los tubos de ensayo y un mechero Bunsen que servía para hacer sus experimentos. El tufo de sus esencias impregnaba la habitacioncilla, que de confortable tenía muy poco. Las mujeres únicamente se miraban entre ellas, contrariadas del modus vivendi del detective, que a conocimiento general del viaje, era alguien que cuidaba mucho de su aspecto y modales, mostrando ahora lo contrario.

Aquiles, como su tío le había indicado, se dedicó a leer la bitácora del caso que quedó inconcluso e intentó emitir sus propias teorías. No estaba solo, una jovencita que en ese momento se encontraba haciendo unos gestos de poca simpatía al hombre que la obligó a acudir a la reunión, prácticamente la arrastró. Una chica con un porte increíblemente resuelto, para nada menuda a pesar de la corta edad que tenía, de hecho, le encantaba vestir muy bien, muy poco común en alguien de quince años, con un vestido de dos piezas, su falda, tan larga que casi pegaba hasta el suelo, siendo pues, inadmisible que mostrara de más, sus parientes la cuidaban mucho en ese aspecto, así mismo, un sombrero blanquecino cuya ala más larga era la frontal y se hallaba torcido en su cabeza, ¡El último grito de la moda, al parecer! Adornado con una banda rosada y una pluma discreta de gorrión, una de las costumbres no solo suyas, sino que, prácticamente robadas de su pariente más querido. Estamos hablando de Azucena Cardenal, la hermana de Aquiles y una experta en el campo detectivesco, mucho más prometedora que el muchacho y la preferida de César. Se propuso a investigar las evidencias disponibles, como ya se había dicho, a regañadientes, aunque poco a poco se le fuera quitando el enojo por interrumpir su cita a escondidas, ya que, estar metida entre las evidencias y los misterios era su ambiente preferido, la volvía loca.

César se subió en la mesa y se agarró con ambas manos la rodilla derecha. Se dispuso a fumar de una pipa curva y alargada, se sentía como el gran Holmes, su ídolo, que dicho sea de paso, decidió apropiarse de algunas de sus capacidades y personalidad, sin duda, el maestro Doyle era un prodigio, pero esto era la vida real, y no era Inglaterra donde resolvía casos, era México.

―Me doy cuenta, señoritas, que mi comentario en la calle fue de increíble impacto en ustedes. Y creo saber por qué. Como deben estarse imaginando, no desistí, y no desistiré.

―Creía que usted ya había dado el veredicto, que la muerte de Matilde fue accidental, que ya no debía haber más discusión―reclamó Paula, en completo disgusto, la humilde morada del detective le era horrorosa, y por si fuera poco, éste le era antipático, ¿Quién podía vivir en un sitio como aquel? Ella no, por supuesto.

―No iba a llegar a ninguna parte si seguía alargando el caso, y no porque se me haya acabado la mina para seguir picando piedra, sino que ésta se me movió de lugar, los acontecimientos aún tenían rumbo, y una sola acción desembocó en un cambio rotundo, como el aleteo de una mariposa a miles de millas de distancia que puede crear un tsunami en la otra parte del globo, así de insignificante fue lo que se hizo y grande su consecuencia. Todos se aprovecharon de ello para poner las patas en carrera. Gracias a usted, señora―apartó la pipa, soltó el humo y la depositó en la pitillera para que soltara la ceniza.

― ¿A mí? ¿Cómo podría culparme otra vez de su incompetencia como detective?

Cardenal hizo una mueca.

―Ay, qué golpe tan más bajo, señora. Pero sí, fue culpa suya, con usted se desencadenó el pandemonio.

― ¿Y a qué situación hace referencia usted?

MUERTE EN LAS PIRÁMIDESDonde viven las historias. Descúbrelo ahora