DECLARACIÓN DE SANDRO

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I

Cardenal estaba encolerizado, sentía que algo en lo que había descubierto, lo estaba llevando a un callejón sin salida, a caminar en círculos y darle la vuelta a un mismo fin que se antojaba imposible. Auguraba un punto muerto donde la inherente derrota pasaría por añadidura.

Algo le decía que el culpable seguía ahí, mirándolo mientras interrogaba a los demás. Se burlaba de él, y estaba dando por sentado que no se encontraría evidencia en su contra. Ahora todos son sospechosos, de una manera u otra, pensaba y caminaba unos cuantos pasos en los cuatro puntos cardinales, de hecho, hasta subía y bajaba los escalones, como si estuviera ejercitándose. No se sabía estar quieto.

Las pruebas que ahora se presentaron, apuntaban a la madre de la víctima, algo horrendo, algo que no se podía comprender, ¿podía esa madre ser tan cruel con su hija y haberla matado? ¿Qué madre no daría todo por sus hijos? La respuesta de la gran mayoría, si no es que todas, es que hasta su propia vida darían. Sin embargo, tenía qué aceptar que todos los humanos cometerían un crimen, de tener motivos, y esos habría que encontrarlos. Lamentablemente, fiarse del amor de una madre, era un sesgo que podría nublar su accionar, era triste, pero arrollador como una locomotora el hecho de que las tendencias maternas no eran las mismas que hacía cincuenta años, y que un futuro aciago se cernía en ese rubro de seguir con dicha tendencia. Ya Cardenal se imaginaba que quizá en cincuenta años más, o siendo optimistas, más que esos, las madres ya no querrían serlo, o se desharían de los hijos como si de basura se tratase, alegrándose pues, de no estar él más para presenciar ese futuro horrible.

Vamos, amigo, ya no pienses más en pendejadas y vamos a lo que nos truje, Chencha, hay que despachar al maestrucho este y aclarar todas las dudas que tengamos, se dijo mientras acomodaba de manera estratégica al doctor y al policía, para que ellos miraran y atosigaran con su mera presencia al interrogado. No era la primera vez que trataba con jóvenes de las características del profesor, y sabía bien cómo hacer que sacaran lo que traían dentro.

El vivaracho, pero desconcertado Sandro, se acercó al escuchar el llamado del oficial, dando largas zancadas y moviendo los brazos enérgicamente, intentando mantener su postura respetuosa que lo caracterizó desde el principio. No opuso resistencia y siguió las indicaciones que le dieron. Intentó saludar, y sin ceremonias, el hosco semblante del detective lo recibió, quedándole claro que no estaba abierto a dichas demostraciones amistosas.

Cardenal se enderezó y habló vivamente.

―Sandro de la Madrid, querido amigo mío, yo...

Sandro asintió con un gesto e interrumpió.

― ¿Qué pasó? ¿Por qué tanta agresividad?

―No me interrumpa cuando le hablo, y míreme a los ojos.

Sandro calló y no le despegó la vista, luego con otro gesto le concedió la palabra, tenía mucho que preguntar, aunque no sabía cómo externarlo.

―Dígame, creo que ya usted se ha enterado de todo, ¿no es así?

―Bueno, de enterarme, me he enterado, hasta le di la foto de la evidencia, pobre muchacha, sentí un nudo en el gaznate cuando la vi caer por el lente de la cámara.

―Órale, ¿entonces usted vio caer a la joven?

―Sí y no, realmente, el lente es muy pequeño, no pude ver mucho, al principio ni siquiera supe que era ella, hasta que ya me arrimé.

― ¿No vio nada extraño a los alrededores?―Samuel preguntó con aspereza, imitando el tono del detective.

―Nada de nada, yo estaba concentrado tomando mis fotos.

MUERTE EN LAS PIRÁMIDESWhere stories live. Discover now