UN SUEÑO DE MUERTE

4 0 0
                                    

―Querida mía, ¿Qué tienes?―la pregunta fue hecha con una seriedad espeluznante, como aquella que expresa tristeza, una pregunta esperanzada que busca contraste con alguien que sufre, porque así se encontraba esa persona―, ¡No puedes más siéntate, siéntate, o acuéstate!―el sujeto se abalanzó sobre la mujer que estaba frente a él, un vahído la aquejaba y soltó la olla de leche bronca que se disponía a calentar para eliminar las posibles bacterias y que quedara lista para su consumo. La leche se derramó y esparció por el piso de madera, escurriéndose hasta llegar al tocador.

Una apretujada casita que conectaba directamente con el negocio familiar, era el escenario de dicho infortunio. Una deprimente vivienda que yacía aún sin enjarrar y de ladrillos resquebrajados y fisurados por la acción de la humedad. ¡Qué desdicha! Y mucho más la suerte abandonaba a los necesitados de ella, porque no era la primera vez que a la mujer en cuestión le pegaban achaques de ese estilo, donde las piernas flaqueaban por la falta de fuerza física que a todos mantiene en pie, y por consiguiente, la derribaban con dolores indescriptibles en el pecho y otras partes del cuerpo que no cesaban de punzar, hasta el punto de no poder más. Podían suceder en cualquier lado, en cualquier instante, ¡Bendito Dios que la agarró en su casa, sino, quién sabe qué hubiera pasado!

La mujer, con la mano en la frente y con las piernas empapadas en leche bronca se desplomó en la mecedora que su marido le arrimó, la cual, se movió adelante y atrás al sentir el peso de la mujer.

― ¡Ay José, muchas gracias!―agradeció ella.

―Nada de qué agradecer, querida mía, ¿Qué te pasa? Estos días te he notado, muy extraña. Es la segunda vez en la semana y la cuarta en el mes que la mente se te va a otro sitio.

―Nada, José, nada, no te preocupes, ha sido simplemente el mal comer, no quiero que te agobies por eso, soy una mujer fuerte, no decaeré tan fácil, agradezco que te hayas encontrado aquí para socorrerme.

― ¡Ni me agradezcas! Sabes que aquí estaré siempre para ti. Los clientes han venido a menos en la semana, ya nadie se enferma, ya los doctores son tan milagrosos que no necesitan de atiborrar a los pacientes con mil menjurjes como antes, que ahí sí teníamos clientela. Por lo que, lo que necesites, sabes que no dudaré en hacerlo, pero...

Tras eso, la vista baja de José, que vestía con una etiqueta que su trabajo exigía, atender a los clientes de la botica con la mayor presencia y la más sincera sonrisa, fue alzada hacia su esposa Esmeralda mientras se metía las manos en los bolsillos. Ella, como si hubiese salido del sopor en el que se encontraba inmersa y por encanto haya recuperado fuerzas, se sostuvo de las agarraderas de la mecedora.

―De verdad, ten la confianza de decirme lo que te aqueja, el mal comer que tenemos no es por recursos, bueno, al menos aún no, no nos va bien, pero tampoco mal, ¿acaso has estado dejando de comer?

―No―dijo secamente la abnegada.

―Mira, quizá, desde que empezamos a emprender este negocio me he convertido en un baquetón cualquiera, en un desobligado de la peor calaña, y me he malacostumbrado a que me hagas todo, de verdad me preocupa tu salud, eres una gran mujer, lavas, planchas, haces de comer y me haces muy feliz, ¿Qué más podría pedir? Ya sé, que pusieras más importancia en ti―dijo José con tono reconciliador, colocando sus manazas en los hombros de su esposa.

―No te reprocho nada, tú necesitas a una mujer que sepa hacer eso y más, y eso lo he intentado ser.

―Me casé con una mujer, no con una esclava, déjame consentirte. Me da muchísimo pendiente que estés dejando de comer, ahora mismo estoy viendo los frijoles que te serviste en la mañana, no los has tocado siquiera.

MUERTE EN LAS PIRÁMIDESWhere stories live. Discover now